La sopladora de pasto
El jardinero de nuestro fraccionamiento es un señor de más de sesenta años. Viene tres días a la semana. Corta la enredadera de nuestra franja, la que limita la entrada a nuestro reino, y cepilla los pastos chiquititos, casquete militar para el espacio común. Todo en orden, camaradas. La administradora le preguntó si le daba el dinero y ya no venía, por salud, sana distancia y el cuidado personal, intercambios pandémicos de ocasión, o si quería seguir viniendo a trabajar. Don Jardinero, creo que se llama Mateo, nos dijo que prefería seguir viniendo porque su casa estaba muy sola, y su pueblo también. Lo que sí iba a requerir, por favor, era dinero para arreglar la sopladora de pasto. Cuando escuché eso, miré al cielo y me puse a pensar: ¿necesito una de esas cosas? ¿Habrá escuchado mi teléfono? ¿Empezaré a ver publicidad sobre herramientas electrónicas para consentir a mi jardincito de 1×1? ¿En qué otras aplicaciones prácticas podría utilizar una sopladora de pasto? ¿Cuánto costarán en Wish o en Ali Express? ¿Puedo pedirla a 48 meses sin intereses, 20% de descuento, más 10% de descuento adicional por adelantarme un día a la Hot Sale? Las preguntas neuróticas del consumista encerrado, el espacio es muy pequeño y nuestra ventana al mundo está condicionada por las redes sociales y una fuerte, perpetua, necesidad de empapelar anuncios. Malditos anuncios, la industria que jamás para y ya nadie la trabaja en realidad, pero unos algoritmos por ahí, bien sabihondos. Antes había seres humanos como nosotros que nos condicionaban los programas preferidos, las diosas de las telenovelas o las caricaturas del sábado por la mañana. Hoy secuestran los recuerdos, comentarios y fotografías de nuestros amigos, nuestras primas y los amantes, siempre los amantes, porque uno se queda más tiempo observando las fantasías, y los delirios, dedos estáticos y embarrados de saliva y de moco. Miraba las fotografías de algún sujeto sabroso cuando un vendedor se puso frente a mí, se abrió la gabardina y me mostró su sopladora de pasto. Supongo que sí las venden, buscar en alguna tienda en internet ahora es tan sabroso como cuando encontrábamos todo en Google, por ahí de 1999, y le presumíamos a nuestros profesores de ciencia que no eran los únicos con una enciclopedia.
El dron
Los machos alfa, además de comprarse un husky siberiano y una camioneta, enseguida sacan la tarjeta de crédito para comprarse un dron. Antes podías apreciarlos en las plazas, media hora acariciando los controles como si acariciaran los pezones de un joven. Y eran convencidos por una lista de atributos disfrazada como discurso de venta: su dron no solamente puede volar, también toma fotografías aéreas y tiene suficiente almacenamiento para guardar el espionaje de las vecinas que toman el sol en los techos, semidesnudas, tal cual si estuvieran en la playa. Creo que estamos viviendo un renacimiento de los voyeristas, si me asomo a la ventana, puedo escuchar diez drones y ver tres o cuatro, sobrevolando los baldíos solitarios de Cholula. Hay gente que así vuela, que así viaja, que así sobrevive su encierro, a costa de que el mío se sienta más vigilado que nunca. Algún día, alguno de esos imbéciles se posará frente a mi ventana, y yo no tendré otro remedio que sacarme los pantalones y mostrarle el culo. Ass 2 Ass. En el otro lado de mi reino, hay uno de esos señores que saca a pasear a su mosquito tecnocrático mientras sus hijas le lloran y le exigen el control; él se ríe y dice que no, que sólo va por cigarros, pero no tienen por qué preocuparse porque él seguirá ahí. Y entonces las niñas se irán a dar vueltas, mientras escuchan el motor de la bestia voladora y domada, y cuando regresen por su padre, solo verán al dron volando ahí, sus leds rojos y verdes, y se habrá perdido toda señal de que alguna vez hubo un humano ahí. El otro día, mientras daba vueltas en mi calle diminuta, quédate-en-casa, uno de los drones me siguió un rato a más de unos cinco metros de altura. Qué lío, pensé, qué pinche cadena metafísica de tedio y de ocio, mientras el abuelo don Mateo, jardinero de este pueblito, está en su camioneta pensando que ninguna preocupación o enfermedad vale lo mismo que los jardines de la soledad.
El satisfyer
Uno de los controles de mi Nintendo Switch dejó de funcionar. Ya sé, desgracia, pero tomé una pausa para limpiarme las lágrimas y seguir adelante. Breve investigación del consumista insatisfecho: unos controles nuevos cuestan lo mismo que un tercio de la consola y, porque soy mexicano (Guillermo del Toro dixit), lo único que pude pensar es cómo puedo darle la vuelta porque no quiero comprar lo más caro, lo original, pero algo novedoso, un cachivache mágico que dure toda la vida y sea como un secreto, uno de esos bien guardados, porque su relación calidad vs. precio es insuperable, vamos, casi como poner el código de trampa para las 30 vidas de Konami, pero en la vida, en la realidad y en el corazón del capitalismo. Entonces, después de ver múltiples anuncios, uno tras otro, en mi feed de instagram lleno de muchachas cosplayeras y basset hounds, encontré lo que siempre estuve buscando: un satisfyer. Ellos ahí pusieron la y griega. Hice la investigación y descubrí que se conecta por bluetooth al corazón. Lo pedí y tres días después llegó a mi casa. Me lo entregó una muchacha, mensajera, en casco y cubrebocas. Breve relación a ciertos episodios sadomasoquistas. Señor Agustín, ¿verdad? Así es, ese soy yo. Abrí mi paquete y vi uno de los controles / vibradores más potentes que jamás había tenido en mis manos. No iba a necesitar una Switch nunca más. Estaba convencido, si lograba conectar este artilugio con mi interior, toda necesidad de compra, toda hambre, toda calvicie y vejez, toda soledad y ganas de irme a comprar cigarrillos, desaparecerían en una de las diez velocidades de succión al ritmo de los isleños, animalitos preciosos, que cantan en Animal Crossing todos los sábados a las seis de la tarde. No vale preguntarse más, la gente de los encierros hemos cruzado líneas, unas más imaginarias que otras. Diariamente, si nos vemos al espejo, y fisgamos además las cajas abiertas que tiraremos a la basura el siguiente día, habremos descubierto algo nuevo, quizás horrible, quizás maravilloso, de nosotros.
@arbolfest