Llevamos… Casi tres meses encerrados por culpa del temible coronavirus, el real y el ficticio –dicho esto último por aquellos que no creen que esté sucediendo-. Casi tres meses de vivir en un estado de excepción –semejantes palabras me causan escalofrío-, aunque ciertamente los niveles de confinamiento han sido diversos. Unos salen porque no les queda de otra, y de otra forma no libran el día; otros lo hacen porque han hecho vida la divisa del profeta de México, José Alfredo Jiménez; de que “No vale nada la vida, la vida no vale nada”… Pero yo debo confesar mi situación de privilegio, por ahora, y he podido quedarme en casa, y convivir con mi familia, trabajar, escribir, leer…
Pero llegará el día en que recuperaremos nuestra ciudad. Llegará, como las estrellas, que nunca faltan a su cita nocturna con nosotros; como el Sol, que no dejará de enrojecer cada mañana el cielo oriental, y cada tarde el del occidente. La recuperaremos, como que toda agua hace florecer la tierra, y como que el agua marítima no dejará de empujarse una a otra contra las playas.
Cuando esto suceda; cuando volvamos a las calles, por unas horas; por unos días, la ciudad nos parecerá nueva, fresca, y entonces viviremos el extraño, excepcional, privilegio de verla con ojos nuevos, por unas horas, por unos días, antes de que volvamos a acostumbrarnos a recorrerla, a experimentarla. En esos momentos, quizá ocurra que caigamos en la cuenta de los detalles maravillosos que abundan por doquier, como este de la imagen, el remate de la cúpula del camarín de la Limpia Concepción de María, del templo de San Diego. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].