Varias veces desde este mismo espacio, hemos reflexionado sobre la dualidad que representa el concepto de democracia, ya sea que se vea como una forma de gobierno, o como un estilo de vida. Si lo analizamos desde el primero de los conceptos, vivimos en un país democrático, o al menos en vías de serlo, puesto que se cumplen con algunas condiciones mínimas: existe un cuerpo legal e instituciones que se derivan de la ley y que se regulan mediante un control judicial, la separación efectiva de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y garantías jurídicas de respeto a los derechos y libertades fundamentales de quienes habitamos en el territorio. Lo hemos analizado, también desde el segundo de los puntos de vista, a través de su ejercicio cotidiano por medio de los valores en que se sustenta, entre los que se destacan el respeto, la tolerancia y la participación.
Ahora bien, la conceptualización de la democracia no se ha modificado en su esencia. Desde su etimología de poder del pueblo, la democracia comenzó en comunidades relativamente pequeñas, donde era posible convocar a todos los miembros de la comunidad a un solo lugar en donde se decidía de manera pública y colectiva sobre los asuntos que, precisamente, le correspondía atender a ese grupo gregario; este modelo que podríamos llamar primigenio, suponía un ideal en donde la vida transcurría en pequeñas poblaciones y, además, toda la gente con derecho a hacerlo, participaba de manera natural y espontánea, en el entendido de que las resoluciones les beneficiaban o perjudicaban de manera directa. Ante este ideal democrático, surge un nuevo modelo en el que, tras la numerosa población que ahora se agrupa en los estados, se sustituye esta asamblea general, para dar pie a la figura de la concentración de decisiones en una persona que los demás hemos elegido nuestro representante.
Las dos ideas no se contraponen, porque finalmente la esencia es la misma: las decisiones que nos incumben se toman en una asamblea, de manera pública y entre todos, solo que es imposible físicamente poder reunirnos en un solo lugar, ya no digamos la operatividad que supondría que todos los asistentes participáramos con una breve idea, un sencillo discurso y hasta la sola acción de solicitar el voto a cada uno. Por ello, dentro de las mismas instituciones que la democracia (es decir, todos nosotros como pueblo) ha creado, la figura de la representación permite que todos cedamos el poder y soberanía que nos viene de origen, en beneficio de nombrar a uno de los nuestros a fin de que concurra a esa asamblea, y lleve ante ella nuestra idea, inquietudes y, en su caso, la aprobación y la atención de los asuntos y por ende la resolución de nuestras necesidades colectivas. Aunque los puristas podrían decir que no se está expresando el pueblo de manera individual, democracia también significa construir instituciones que permitan la convivencia cotidiana.
Hay una diferencia más en tanto uno y otro modo de ver las democracias: mientras en la idea de la representación está más que clara la diferencia entre electores y elegidos, es decir entre pueblo y gobierno, en la primera, el gobierno se confunde con el pueblo.
En la representación, el pueblo elige quien lo gobernará, de acuerdo con ciertas características con las que el candidato a representante se promueve dentro de la contienda electoral. El elector realiza un proceso mental de discernimiento en el cual sopesa pros y contras de elegir a tal o cual representante y finalmente decide la mayoría. Los electos pasan a formar parte de un selecto grupo de personas que tienen dentro de su función social la de servir de portavoces de un determinado grupo, auxiliándoles (desde el cuerpo legal previamente establecido y en el que se funda su actuación) en la convivencia pacífica colectiva y la administración de recursos públicos para la satisfacción de necesidades comunitarias. En la democracia primigenia no existe esa distinción. El mismo pueblo que decide las soluciones a los problemas comunes, es el que aplica los procedimientos operativos. No hay un distingo entre gobernantes y gobernados porque son lo mismo.
En días pasados, el presidente en uno de sus mensajes, dejaba entrever que es partidario de una democracia primigenia: el pueblo, representado en más de 30 millones de votos (una mayoría relativa) lo ha elegido como presidente, sin embargo, él es parte del pueblo que, además, tiene por características las de ser bueno y sabio. No acepta división entre gobernantes y gobernados, lo cual pretende hacer de ello una virtud; pueblo es gobierno y, tras esa idea, su comportamiento a veces parece el de un eterno candidato que reproduce las características de quien lo eligió: bueno, justo, sabio, en una palabra: pueblo.
Según él, suponer que el pueblo es mero elector, implicaría que no tiene capacidad de solución, sino solamente de decisión, que usa cada 3 o 6 años. Es decir, reduce a la premisa que afirma que si democracia es el gobierno del pueblo, y no hay pueblo que gobierne, no es democracia. Por ello el pueblo debe gobernar: ¿Será necesario que se siga construyendo aquella planta industrial? Que lo diga el pueblo. ¿Se enjuiciará a los expresidentes? Que lo diga el pueblo. Gobierno y pueblo, un mismo concepto, que además solo tiene un enemigo: los que no piensan así.
No pretendo dilucidar si estas dos visiones son buenas o malas; a mi parecer, la visión presidencial se ajusta a una concepción simple y muy limitada. En todo caso, la invitación es a reflexionar sobre las dos democracias. Ahora hemos avanzado un poco más en la transición democrática, luego de tres alternancias en el poder ejecutivo federal; quizá valdría la pena empezar a estudiar la calidad de la democracia que tenemos.
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