Normalmente año con año acudo en mayo a Jalpa, municipio de Zacatecas, para conseguir pitayas, su semidesértico paisaje rodeado de las sierras del Laurel, Nochistlán y de Morones, sumado a la bochornosa época de canícula, provocan la abundancia del exótico fruto. Pero este año es diferente, la cuarentena, el Covid-19, nos obliga a limitar los viajes, suprimir el pueblear que tanto se disfruta, y la forma más sencilla de acceder a ellas es mediante los cinco o seis vendedores que vienen desde aquellas tierras y se colocan en el mercado principal de Calvillo para comerciar con su producto.
Vine a Comala porque acá vendían pitayas… bien pudiéramos parafrasear a Juan Rulfo, pues el pueblo rulfiano, seguramente estaba habitado por una rica variedad de plantas del desierto: magueyes, nopales, garambullos y los hermosos pitayos, una cactácea en forma de un enorme árbol lleno de brazos alargados que se extiende por algunas zonas áridas del centro y norte de México. El calor seco de mayo que abraza y abrasa, hace a los que llegan al infierno regresar por su cobija (como se dijera en Pedro Páramo) permite que los Stenocereus queretaroensis, den un fruto tan excéntrico que nadie creería pueda nacer aquí, donde el agua no abunda, donde el llano se torna en llamas. No solo es delicioso en su sabor, es una joya en medio de la nada, pinta con sus colores extravagantes (rojo carmín, rosa mexicano, amarillo oro) una región donde predomina lo pardo.
Y no es la única extravagancia donde la humedad es escasa: el mercado de estos pueblos de la región, ve las pequeñas mesas de vendedores aislados, generalmente adultos mayores, que ofrecen cualquiera de estos productos que la vertiginosa modernidad ha ido olvidando, utilizando medidas y pesas fuera de serie, así que se comercializan por puños, montones o incluso latitas o sardinas (sí, el bote vacío es la unidad de medida). Observarlos, comprarlos y probar conforme a la recomendación de cada marchante es una de las pasiones más maravillosas de pueblear. Calvillo tiene en su mercado de la plaza principal sus cuatro o cinco vendedores de esta naturaleza que ofrecen diferentes versiones de sabores que vale la pena rescatar.
El guache: proviene de un árbol de similar nombre y se vende de dos formas, en vaina o retoños. La primera ofrece sus semillas tiernas que pueden usarse para acompañar tacos de frijoles y queso, pueden tostarse y usarse como condimento para molerse en el molcajete con un chile tradicional. En lo personal he intentado un aguachile con los guisantes y adopta un muy buen sabor. Los retoños se consumen igual en tacos o quesadillas y es común que algunos puestos de gorditas lo pongan al centro para que el comensal acompañe, a mordidas, la gordita del guisado favorito.
Guamúchil: una vaina cuya pulpa se extrae y tiene un sabor dulce; el árbol produce además una enorme y agradable sombra para estas épocas de calor. En la ciudad de Guamúchil, Sinaloa, con la pulpa se prepara un atole de este sabor. Mientras escribo, inevitablemente escucho El collar de Guamuchil (las semillas negras se extraen de la pulpa y en algunos lugares se utilizan para diversas manualidades) de Miguel y Miguel, cuya música sierreña es la versión musical de todos estos frutos del semi-desierto de que hablamos.
Garambullos: un cactus muy parecido al pitayo, de menor tamaño pero sus varios brazos que nacen de un solo tallo, dan un aspecto peculiar a los llanos donde se desarrollan, Jan Hendrix, un asiduo de los paisajes mexicanos, ha usado ambos tipos de cactus para su obra. Como el pitayo, producen un fruto solo que de mucho menor tamaño, apenas de entre uno a dos centímetros con un sabor parecido a la tuna. Es rara la venta, pues es difícil de recolectar, y más bien uno tiene que ir al campo para poder comer el fruto; seco se puede consumir como una especie de pasa. Lo he usado como un ingrediente más en ensaladas, dándoles un toque chic.
Nuestro país, sus pueblos y su vegetación, un océano de colores y experiencias, aquí solo una pequeña muestra de sabores, a veces simples, a veces complejos, que se niegan a morir y por el contrario rememoran una cultura culinaria que creció en la adversidad del paraje mexicano árido y que hoy va desapareciendo.