El detector de privilegios/ Favela Chic - LJA Aguascalientes
23/04/2025

Antes de la suspensión de clases por la pandemia del Covid-19, cuando “éramos felices y no lo sabíamos”, como afirma un artículo de El País que causó hilaridad en las redes sociales por su tono naive, yo era una simple mortal que tomaba clases de japonés. Una vez por semana conducía hasta un pequeño instituto de Cuernavaca, donde una sola maestra procedente de Nagoya impartía todos los niveles debido a la baja matrícula. Mi grupo, de apenas siete personas, estaba compuesto en su mayoría por adolescentes. Aunque al principio me sentí un tanto cohibida por la precocidad de mis compañeros otakus (la más joven apenas había cumplido los 13), con el paso del tiempo me fui acoplando a ellos porque nunca me sentí discriminada por mi condición de chavorruca. Dicho sea de paso, llegó un punto en que apenas y notaba nuestra diferencia de edades por la inteligencia de los más hiperactivos. Entre ellos se hallaba un chavo de 16, muy brillante y aplicado, a quien llamaré Haruki. Precisamente con él tuve mi primer roce a mediados del ciclo escolar. No chocamos por su marcado espíritu de competencia al resolver los ejercicios, con más rapidez y eficacia que ninguno, sino por un simple vaso de café. 

Mujer de rituales bien definidos, adquirí la costumbre de hacer una parada en el Starbucks antes de llegar a la escuela. Nuestra clase empezaba en punto de las 6 pm, hora en que el bochornoso calor de Cuernavaca se condensa en los espacios interiores y causa un letargo semejante al mal del puerco. Para contrarrestar sus males, que dificultan la concentración, ordenaba un expreso doble cortado y un agua mineral para llevar. Luego, feliz de la vida, partía a la escuela con este lunch que completaba con un paquete de galletas o panecillos, los cuales repartía entre mis compañeros y así endulzaba nuestras arduas sesiones de kanjis. No obstante, en el aula advertía en algunos rostros un dejo de suspicacia que no atinaba a traducir y opté por ignorar con la convicción de que nadie es monedita de oro. Un día me levanté al baño en plena sesión y de regreso a mi banca los oí hablando de un asunto por completo ajeno a la gramática nipona. Haruki, quien llevaba la voz cantante, me puso al tanto: “Les estaba diciendo a los demás que tú compras café caro” -dijo señalando con un dedo reprobatorio mi vaso del Starbucks-. Yo, que tengo la beca de AMLO, ni de chiste podría andar tomando eso”. 

Enigma resuelto. Haruki no era un aficionado a mi bebida, porque de serlo ya habría llevado por lo menos su termo de Nescafé. Pero la imagen de la sirenita en el fondo blanco, el logo distintivo de la cadena gringa, había ofendido su sensibilidad chaira. Por un segundo me quedé pasmada. No estábamos ni por asomo en la Cuba socialista como para haber intuido que un vaso del Starbucks, un producto bastante comercial hoy en día, incluso en Latinoamérica, había activado su detector de privilegios. Si hubiera estado de malas no le habría dado explicaciones pues yo no le quitaba el pan de la boca. Pero traté de ponerme en sus zapatos al recordar mis años de estudihambre, cuando pasaba el día entero en la universidad, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, con tan sólo cincuenta pesos en la bolsa para mis pasajes, alimentos y fotocopias, una precariedad que sólo puedes tolerar si eres muy joven o tienes a tu disposición una cafetería subsidiada, como yo en la UAM-Iztapalapa. Para limar asperezas con Haruki, apelé a nuestra brecha generacional: “En la adolescencia, cuando dependemos casi exclusivamente de los padres, un café del Starbucks podría parecernos caro, pero no a los treinta y tantos, cuando la mayoría de nosotros ya tiene un oficio e ingresos propios”. Haruki guardó silencio ante mi respuesta sin mostrarse conforme, tal vez porque su objetivo no era dialogar sino hacer juicios moralizantes con la severidad propia de los jóvenes. 

No pude culparlo de ser tan susceptible. Habría que ser ignorante o cínico para minimizar los estragos de la pobreza a nuestro alrededor, como el lenguaje discriminatorio que las clases acomodadas fomentaron para subrayar sus privilegios, un lenguaje que incluso han adoptado personas no tan privilegiadas. Frente a un conflicto de intereses, ¿a quién no le han restregado en la cara que “en esta vida hay jerarquías”? En virtud de su código postal, ¿quién no ha sido tachado alguna vez de naco? Los detractores de López Obrador lo acusan de haber explotado, al igual que Donald Trump, el rencor social con fines electorales, pero lo cierto es que ya latía con fuerza al margen de su carrera política. Yo siempre he estado de acuerdo en que se aplique mano dura contra los corruptos a fin de estrechar los abismos socioeconómicos. Sin embargo, considero urgente distinguir los privilegios legítimos, producto del talento y del esfuerzo personal, de los privilegios mal habidos, que se gozan en detrimento del erario o de los grupos sociales más vulnerables. Por esta confusión muchos, entre ellos Haruki, se sienten autorizados a condenar todo lo que parezca un signo de estatus, como si éstos fueran por sí mismos signos de envilecimiento.

La crisis sanitaria del Covid-19 subrayó más que nunca el problema de la pobreza en México y los usuarios de las redes sociales han desarrollado tal hipersensibilidad en torno al tema que su detector de privilegios ya se atrofió, pues se activa hasta con los comentarios menos maliciosos. Por ejemplo, bromear con tus amigos feisbuqueros que siguen viendo el noticiero de Javier Alatorre, como si no vivieran en la era digital, te “desenmascara” ante los inquisidores como una persona elitista encerrada en una burbuja de supuestos privilegios, donde no tienen cabida los indígenas ni los pobres que a duras penas cuentan con televisión abierta. Su hermenéutica retorcida, por supuesto, persigue la finalidad muy narcisista de enaltecerlos en su papel de ciudadanos rectos, conscientes, solidarios. Haría falta comprobar si de verdad son congruentes en los hechos o si sólo se apegan al discurso de la corrección de forma calculadora. Si mucho antes del Covid-19 ya era mal visto “presumir” cualquier experiencia a la que otros no tuvieran acceso en ese momento, como las fotos de un viaje, los estragos financieros de la pandemia serán la mejor justificación para dar palos de ciego contra cualquiera que cause envidias. La tendencia a condenar privilegios legítimos –incluso los más relativos, como un vaso del Starbucks– puede encubrir sentimientos mezquinos muy alejados de los ideales de justicia social y nos impide identificar las genuinas causas de la miseria.


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