Antonio Pedro Hurtado Borjón
Muestro a mi esposa una foto comparativa de Antonio Pedro y Pedro Infante y después le pregunto si son el mismo. Ojos van de izquierda a derecha, el cerebro calcula los rasgos, cómo han envejecido y si son correctos. Un modo de *Uncanny Valley*. Ella los mira unos segundos y después dice: “nah, Pedro Infante era un hombre muy guapo”. Cuando trabajaba en publicidad, de vez en cuando salía ese proyecto donde algún director soltaba inopinadamente sobre alguno de los personajes: “Estamos buscando un Pedro Infante, tú sabes, el tortillero pero EL TORTILLERO (de México)”. Un hombre guapo, pero de barrio. Un hombre guapo, pero charro del vecindario, no charro de hacienda. Un hombre guapo, pero del otro guapo, el que no debe ser nombrado, terror del hombre blanco e insípido y de los negros colosales y hermosos. En fin, después de la fría negativa de mi esposa, y de que yo entrecerraba los ojos para saberme capaz de creer en una mentira, me rendí y exclamé, cual emperador romano (hombres muy guapos, aparentemente): “La experta ha hablado”. En el 2018, salió una nota del Sol de México; la gente pide que el avionazo se investigue porque las leyendas no mueren. Se pide al Abanderado de la Mexicanidad, Terror de los Aviones Presidenciales y Verdugo de los Productos Internos Brutos, Ignoramus de las Quimioterapias y del Bienestar, que eche un ojito al destino de nuestro Panteón Mexicano. Dónde está semidiós Infante, espíritu del Torito y del Canto. Si Cristo ha resucitado, por qué no podemos darnos el lujo de creer en otro más: un hombre que daba el gatazo a Pedro Infante, se mudó a la Ciudad de México para imitarlo con comodidad, y probablemente con libertad.
Se nos ha casado la hija del Chapo, ¡cerremos las calles, traigan al obispo!
La gente consume bien, la gente consume chiquito. El bienestar se mide distinto, casi uno puede escucharlo mientras ese otro ruido de fondo permanece: las cosas que iban a cambiar no han cambiado, los verdaderos poderes aún residen en el fuego y la metralla. Se prepara la siguiente novela del narco, pero esta es mejor porque empieza con una boda y el autor, experimentado en su género, dice: “pues ahora sí se la bañaron, ya sabes esas, cuando la realidad supera la ficción”. Las buenas gentes de México, las humildes, lo que un director de comerciales llamaría: “la muchedumbre” andan como hormigas para comprar el arroz. Arrojarán los granos a los felices novios, el pueblo legaliza a sus próximos condes, duques, príncipes, reyes. Se mueven los territorios, se planean escenarios. Algún pobre político, medio desgraciado, se estará mordiendo las uñas porque lo vigilarán durante años y si sobrevive, si no escapa a alguna isla paradisíaca con su familia y nos olvidamos de él, algún día, en alguna entrevista, dirá: “era necesario”. No sabemos exactamente qué era necesario, pero insistirá con eso y creeremos en que hay una verdad bien cabrona detrás de todo esto. En un radio lejano, donde la boda de este cuento de hadas negro está ocurriendo, se dirá: “Son felices porque están comprando más libros, más cultura, más comida”. El matón venido a más, la diosa de las buchonas, la bendición del alfil sobre la torre y el caballo. También hay indignación, por supuesto que la hay, y el enjambre se preguntan por qué nadie ha intervenido, por qué se permite la felicidad de estos dos muchachos bañados en sangre, coronados por el vicio y la muerte. Nadie lo sabe. Nuestro mundo es triste y generoso, también debe serlo con las sombras y con los rumores.
La ansiedad de las bestias
Suenan los cohetes de la Candelaria y mi perra, Nico, camina por las habitaciones preguntándose cuándo terminarán los estallidos. No sabe a dónde meterse. Alguna vez me quejé en Twitter por los cohetes y lo único que recibí a cambio fueron un mundo de respuestas sensatas: “Si no te gustan nuestras tradiciones, vete de aquí”. Cuántos cohetes habrán soltado en la boda de los criminales. Sus tradiciones lamentablemente son mis tradiciones. Tao: todos somos uno y uno somos todos bajo el mismo cielo. Al día siguiente, para respetar el deseo de mis compatriotas, compré mis boletos para Finlandia. Lo imagino como un país de tranquilidad, sin iglesias, donde los ateos prosperan y si no son progresistas, al menos, no tienen notas absurdas de un México enloquecido. Es momento de revelar mi naturaleza: allá escribo desde hace 10 años. En mi imaginación, vivo en Finlandia desde que nací. Los magos finlandeses, dicen, son los que entienden el lenguaje de los pájaros, cuál pájaro de 400 voces puede resistirse al encanto de un viejillo blanco en insípido. Repaso las fotografías viejas de los abuelos de mi esposa. Es verdad lo que dicen: no sólo hay seriedad en las fotografías viejas, pero también brillos enigmáticos, pensamientos misteriosos. ¿Cómo habrán amado, cómo habrán contado sus chistes, cómo se habrán emborrachado? Ambos, después de 90 años, casi 180 si hacemos una suma, finalmente, han muerto. El señor hacía sombreros y la señora cuidaba a sus hijos. Parece que habitaban el México de una película de Pedro Infante, no es de sorprenderse; por eso la gente exige que se resuelva la historia de aquel avionazo.