Por mi raza nadie habla - LJA Aguascalientes
21/11/2024

La UNAM ha entrado una vez más en un momento de crisis: 1966, 1968, 1977, 1987, 1999, 2020… sobra decir que es la universidad pública más importante del país, con un alumnado que asciende hoy en día a los 350 mil y en cuyas instalaciones laboran más de 40 mil empleados. Inevitablemente presenta una contradicción que resulta en un equilibrio frágil e inestable: por una parte, es una universidad masificada (quizás sea la única universidad nacional que absorbe la fase de educación media superior: prepas y CCH); por el otro, cuenta con algunas facultades y centros de investigación de excelencia. Es una mezcla heterogénea en donde lo disfuncional coexiste con lo que cumple con buenos estándares. Lo de menor calidad a su interior es –y no sorprende- lo más conflictivo y lo que termina cobrando las facturas más dolorosas.

La crisis actual se cobija en los ultrajes del acoso y feminicidio, pero en realidad es el segundo capítulo de la huelga de 1999, la más destructiva, costosa y estéril de todos sus conflictos, dejando tras de sí una estela de saqueo y daño patrimonial en modo alguno menor. A diferencia de 1968 -ocasionada por el atropello autoritario a la soberanía universitaria por parte del estado- la de 1999 fue una crisis totalmente autoinducida y el gobierno del entonces presidente Ernesto Zedillo intervino para salvar a la UNAM de sí misma. Desde luego, como ha observado Fernando Escalante, la memoria y narrativas del 68 han creado un marco emocional e interpretativo hermético a toda actualización, según el cual las autoridades son villanas ontológicas, vaya, perversas por definición, mientras que el estudiantado o más bien su segmento activista, una víctima, no importando cómo actúe. Quizá ello haya contribuido a borrar de la memoria de las distintas comunidades universitarias las lecciones de la huelga de 1999 (no encaja en ese marco interpretativo) y también a que sus autoridades se paralicen cuando deben proceder porque, una vez más por definición, todo acto de autoridad es “represión”. 

La huelga de 1999 fue creando una especie de directorio revolucionario (el Mosh y compañía) cada vez más autoritario, y agresivo sobre alumnado y maestros. Cuando su happening rebelde concluyó, aquello dejó sin embargo sus células cancerosas: los llamados “okupas” quienes se apropiaron del auditorio Justo Sierra, infamemente rebautizado Che Guevara: lugar común, marca global registrada, pastiche kitsch todo actitud, propio de íconos que parecen decirlo todo significando nada. Los okupas expropiaron a la comunidad universitaria de ese espacio para hacerlo una especie de campamento-vecindad, literalmente pestilente. Y como forma de vida desde ahí se trabó una alianza con los narcomenudistas que pululan por el campus con total impunidad. No es la primera vez que la patología radical encuentra formas de contactar con formas de vida, digamos, “alternativas”. El caso Baader-Meinhoff en Alemania lo ilustró claramente. No digo que estos okupas sean terroristas de facto, pero lo son de corazón y de actitud hacia la vida y su entorno. 

Las células dieron lugar al tumor y a la metástasis, ante la impotencia de las autoridades universitarias por erradicarlo. Su mentalidad tuvo un efecto demostración, dando lugar a réplicas de grupúsculos anarcos que sólo pueden hacerlo en ambientes artificiales o espacios en donde los delirios extremistas encuentran acomodo y aprobación: ciertas escuelas validan, premian y reproducen discursos abstractos que no llegan a nada, con una muy pobre capacidad de realización de algo constructivo o tangible, pero efectivos catalizadores de resentimientos y agravios reales o imaginarios. Hablo de las facultades de filosofía y letras; en menor medida de otras como ciencias políticas y economía, así como de los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH). Pero aquí la pregunta es el porqué de esa impotencia de las autoridades. Mi respuesta tiene que ver con el ethos de la UNAM y sus implícitos: sistemas de etiquetado de actores y acciones mediante calificativos que sustituyen al pensamiento y de donde derivan formas de chantaje y extorsión moral que paralizan no sólo toda toma de decisiones, sino hasta los reflejos de defensa de una comunidad amedrentada por recurrentes frenesís acusatorios. Antropólogos y psicólogos sociales, más que los politólogos entienden mejor estos problemas. Mientras otros buscan los orígenes de la actual crisis en actores que vienen de fuera yo subrayo sus causas internas.

La tragedia más allá de las palabras de los feminicidios en México y de la violencia hacia los vulnerables es una bandera enorme y se comprende que movilice no sólo a los núcleos duros de activistas. Un problema real y atroz al que sólo un soberbio ignorante, exaltado y mareado por su éxito político, pretende sacarle la vuelta. Pero también es una forma efectiva de evitar toda crítica e inspección de los activistas tras esa bandera. Si en algo están bien bragados es en la teoría y práctica de acallar preguntas y objeciones. Su discurso es un sistema de alambradas, campos minados y callejones de aniquilación moral: quien no esté con nosotros es cómplice de acosadores y feminicidas. Es el nuevo giro de algo que ya se había ensayado antes con otras temáticas.

La UNAM a lo largo de sus crisis terminó normalizando el ethos radical, consintiendo los psicodramas insurreccionales como una excentricidad no solo permitida sino hasta entrañable: todos llevamos un rebelde bohemio dentro que algunos dejan aflorar sin inhibiciones. Fue así como la UNAM se fue convirtiendo en una especie de parque temático de la revolución redentorista. Un ecosistema a modo para quienes hacen del radicalismo una necesidad existencial que define su identidad toda (los totalitarismos no dejan de ser proyecciones sobre los demás de esas definiciones autoimpuestas). Los radicales ven en la UNAM una cámara de ecos para reafirmarse y clonarse porque de otro modo son inconcebibles en la vida real. Nada más tópico ahí que volverse enemigo “del sistema” y el sistema es todo lo que hace posible a la institución: gente que trabaja y cumple con sus obligaciones, quienes son competentes o simplemente cumplidores; quienes siguen una disciplina y obtienen algún reconocimiento o beneficio, pero todo ello lo subsumen en una gran abstracción llamada capitalismo en donde aquél que se hace cargo de que algo funcione recibe el epíteto burgués. Los radicales se reservan para sí un espacio que opera gracias a personas y rutinas de trabajo, dentro y fuera de la UNAM, que ellos desprecian. La UNAM es esencialmente el espacio de su performance para atrincherarse en una interminable y asquerosa adolescencia politizada.

Las humanidades tristemente están pasando por una crisis en el mundo occidental. El común de las personas cree que en la facultad de filosofía y letras se enseña filosofía y cómo valorar y honrar una herencia cultural. Nada más alejado de la realidad. Lo que se enseña son discursos de “deconstrucción” de la filosofía y de demolición de tradiciones, valores y conductas civilizatorias y a eso le llaman “pensamiento crítico”: una contracultura o retórica del repudio como lo llamaría Harold Bloom; un sistema de afinación de odios, sospechas y paranoias presto a denunciar cualquier situación e interacción humana como una relación tóxica de poder, suma-cero; una nueva doctrina del pecado original que enseña que este mundo está corrompido de raíz por el capitalismo falocrático. Este delirio de juzgarlo y condenarlo todo surge, de acuerdo con lo que observó el recién finado George Steiner, como consecuencia de la bancarrota del marxismo como un proyecto político social creíble. El marxismo fue el último boleto mesiánico que le quedaba a occidente y, ante su fracaso, los radicales sólo se quedan con una ira sin término y sin fondo cuyo otro nombre es nihilismo. Puede observar el lector que, si bien el movimiento de 68 comenzó demandando diálogo, más de 50 años después dialogar ni siquiera es tema: sólo hay aquí un frenesí acusatorio que quiere ser tormenta y las tormentas no dialogan. Lo de menos es aportar algo para transformar los aparatos de procuración e impartición de justicia, combatir a los feminicidas e investigar con seriedad las demandas de acoso. De lo que se trata es darle rienda suelta a una rabia abstracta “antisistémica”, sea lo que sea que signifique.

Las autoridades universitarias son las que van a perecer porque lo que atestiguamos es, sobre todo y, ante todo, una crisis de autoridad. En la UNAM el radicalismo impune se normalizó hace mucho y las autoridades no tienen como defenderse, ni saben cómo hacerlo, frente a la nueva generación de guardias rojos (como los que protagonizaron en su momento la revolución cultural maoísta). Son pues un blanco fácil. Observe de nuevo el lector que los embozados y encapuchados no van a Ecatepec a hacer sus desmanes, ni a Tenancingo Tlaxcala -capital de la trata- ni mucho menos prenderán fuego a vehículos y propiedades en una ciudad o pueblo feminicida controlado por el crimen organizado. Típicamente el movimiento pedirá las cabezas de rector y junta de gobierno, así como directores de escuelas y facultades al tiempo que lanzará un pliego de demandas bizarro e imposible de cumplir. El verdadero objetivo es hacer de la UNAM un territorio insurreccional convenientemente protegido del entorno y de la realidad.

A diferencia de 1999, las autoridades no contarán en esta ocasión con la ayuda de un gobierno federal que acuda al rescate. No pocos de los dirigentes actuales de MORENA encabezaron en su momento paros que pusieron de cabeza a la UNAM -como Martí Batres en 1986-87- y desde donde catapultaron su trayectoria política. Adicionalmente, al parlanchín de palacio nacional no dejará de complacerle ver a las actuales autoridades de la UNAM de rodillas. La 4T tiene también sus planes: le incomoda la autonomía y lo que queda de excelencia elitista en la institución, no se diga su presupuesto. Cree que lo que necesita el país es un sistema de guarderías para jóvenes adultos, entretenidos con una mezcla de simulación de aprendizaje y adoctrinamiento. Sobra decir que la apuesta puede salir mal, muy mal. Nada de esto es enteramente controlable.


La lección para todos los universitarios es amarga. La UNAM está entregada a su suerte. Si tuviera el apoyo requerido de gobierno y sociedad civil se desengancharía del sistema de preparatorias y CCH y cerraría 2 o 3 de sus escuelas para refundarlas después. Pero eso no va a suceder. Algo de lo que debiera estar orgulloso el país enfrentará inevitablemente su decadencia. Vivimos un proceso de desinstitucionalización acelerada de la vida de México, con muy pocas reservas anímicas para detenerlo. Otras generaciones atestiguarán alguna forma de renacimiento, no la nuestra.


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