Sin duda, la ciencia ha tenido sus momentos estelares. También ha tenido sus heroínas y héroes: Hipatia de Alejandría, Arquímedes, Gutenberg, Copérnico, Sophie Germain, William Harvey, Galileo, Newton, Ada Lovelace, Watt, Lavoisier, Faraday, Rosalind Franklin, Pasteur, Mendel, Darwin, Lise Meitner, Emmy Noether, Einstein, Jocelyn Bell, Marie y Pierre Curie, Barbara McClintock… La lista podría ser interminable. Babilonia, la Grecia antigua, el Medioevo árabe, el Renacimiento, la Revolución Industrial han sido momentos y lugares de eclosión epistémica. Sin evidentes señales previas, la humanidad en ciertos momentos ha alcanzado conocimientos revolucionarios que le han permitido profundizar en la naturaleza de la realidad y han potenciado su capacidad de modificarla para conseguir sus intereses.
No obstante, el concepto de ciencia es uno relativamente nuevo en la historia humana, al menos si lo comparamos con otros como el de religión. Lo que hoy entendemos por ciencia no existió durante muchos siglos de glosa y comentario medieval a los textos de Aristóteles, y no fue hasta hace algunas décadas que comprendimos que el conocimiento más fino requiere especialización y siempre estará distribuido socialmente. Hemos dejado de lado los momentos brillantes de descubrimiento individual en favor de una robusta comunidad científica que nos brinda nuestras creencias mejor justificadas. Así, los últimos cien años han representado el avance más nutrido y relevante del conocimiento humano.
Así, vivimos un momento estelar en la historia de la ciencia. Nunca habíamos dispuesto de un cuerpo de conocimientos más amplio, rico y potencialmente beneficioso para la especie humana. Gracias a éste podríamos terminar de una vez por todas con la pobreza alimentaria, podríamos ampliar cada vez más y de manera significativa la esperanza de vida de los seres humanos, podríamos combatir enfermedades que aquejan sobre todo a los menos favorecidos, y podríamos emprender acciones de gobierno que combatieran la creciente desigualdad, pobreza y condiciones adversas que aquejan a más de la mitad de la población mundial. No sólo eso, nunca habíamos dispuesto de un cúmulo de conocimientos tan robusto que nos permitiera comprender el origen y naturaleza del universo y el lugar que los humanos ocupamos en éste.
Es cierto que el uso que ciertas corporaciones, instituciones y gobiernos han hecho del conocimiento disponible puede llevarnos también al borde de la extinción. El cambio climático que aqueja a nuestro planeta y la persistente amenaza de un invierno nuclear son consecuencias del uso irreflexivo y egoísta del conocimiento. También es cierto que la ciencia en nuestro siglo enfrenta innumerables retos que resulta imposible minimizar.
No obstante, la ciencia en el siglo XXI es sobre todo paradójica. Una paradoja, en breve, se da cuando estamos dispuestos a aceptar como verdaderas afirmaciones individuales que, en conjunto, son incompatibles. Piensa en la primera que ya introduje: podríamos estar de acuerdo que hoy vivimos el mejor momento de la historia de la ciencia. Así nos lo dice la cantidad de cosas que hoy sabemos. Nunca había habido tanto conocimiento. Desde una perspectiva cuantitativa resulta por lo menos evidente que la ciencia vive su época dorada. No obstante, también estaríamos dispuestos a afirmar que hoy la ciencia vive su peor momento. Nunca había habido tanta información disponible y sin filtros epistémicos. A pesar de la cantidad de conocimientos de que disponemos, nunca había sido tan fácil que mujeres y hombres adquirieran con sobrada facilidad creencias falsas. En la época de la información tenemos como nunca más personas desinformadas. Esta es la primera paradoja que presenta la ciencia en nuestro siglo.
Una segunda paradoja aparece muy cerca de la anterior. Así como estamos dispuestos a aceptar que el cúmulo del conocimiento actual es gigantesco, como nunca se presenta ignorancia individual. Los individuos contemporáneos son mucho más ignorantes con respecto a conocimientos simples que un individuo medieval. Esto sucede por una característica de la ciencia que ya señalé: el conocimiento actual, dada su abundancia, se encuentra distribuido socialmente. En otras palabras, dependemos como nunca de personas que disponen de pequeñísimos paquetes de conocimiento especializado del que nosotros carecemos. El historiador e intelectual israelí Yuval Noah Harari ha visto esto con claridad: “De forma individual, los humanos saben vergonzosamente poco acerca del mundo, y a medida que la historia avanza, cada vez saben menos. Un cazador-recolector de la Edad de Piedra sabía cómo confeccionar sus propios vestidos, cómo prender un fuego, cómo cazar conejos y cómo escapar de los leones. Creemos que en la actualidad sabemos muchísimo más, pero como individuos en realidad sabemos muchísimo menos. Nos basamos en la pericia de otros para casi todas nuestras necesidades”.
Una tercera paradoja la introduje desde el inicio. El potencial del conocimiento del que disponemos hoy para transformar la vida de miles de millones de mujeres y hombres de todo el planeta es inmenso. Hoy podríamos pensar que con ese conocimiento no deberían existir problemas que siguen aquejando a más de la mitad de la población mundial. Sin embargo, no se explota el potencial de dicho conocimiento debido a la avaricia e intereses de un puñado de multimillonarios que desean que la estructura política y económica del mundo siga privilegiando sus intereses individuales. Y podemos ir más lejos, no sólo dicho conocimiento no ayuda al florecimiento humano, sino que amenaza ya la existencia misma de nuestra especie en este planeta.
Por último, la paradoja más inquietante de la ciencia en el siglo XXI tiene que ver con un aspecto de la naturaleza misma de la investigación científica. Estaríamos dispuestos a afirmar que la ciencia nos provee de las creencias mejor justificadas. En breve, es la ciencia la práctica paradigmática de los humanos para obtener conocimiento. No obstante, hoy vivimos una época de franco descrédito y escepticismo con respecto al conocimiento científico. A pesar de que ninguna otra práctica epistémica debería tener nuestra confianza como la ciencia, hoy no le queda claro a mujeres y hombres por qué deberíamos confiar en la ciencia, que tiene ésta de especial frente a otras prácticas de otro corte (espiritual, místico o primitivo), y cómo discriminar prácticas científicas de aquellas que no lo son.
Entre los innumerables retos que enfrenta la ciencia es hacer frente a estas paradojas. Y quizá, en primer lugar, ofrecer razones comprensibles a la ciudadanía de por qué ésta debería depositar su confianza en el conocimiento que obtiene de manera cotidiana la comunidad científica.
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