En junio de 2019, Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la Ciudad de México, decretó la instauración del “uniforme neutro”, una licencia para que niñas y niños pudieran usar, indistintamente, falda o pantalones para ir a la escuela primaria. Su iniciativa fue boicoteada en el acto por la voz de la masculinidad frágil, que asocia el concepto de lo viril a rígidos códigos de etiqueta y de conducta: en el tribunal de las redes sociales, se dictó el fallo de que las niñas sí tenían permitido ponerse pantalones, faltaba más; PERO no se debía consentir, por ningún motivo, que los niños se presentaran en público de falda, una prenda que a juicio de los censores podía inducirlos a desviaciones sexuales.
A todas luces, quienes piensan así tienen un horizonte cultural muy pobre. No hace falta ser un viajero consumado, tipo Marco Polo o Alan x El Mundo, para darse cuenta de que la costumbres y creencias son relativas; es decir, no están dictadas por la naturaleza, sino por cada sociedad, y por lo tanto pueden someterse a crítica constructiva y transformarse en aras del bien común. Gracias al internet, nuestro panóptico cibernético, gozamos el privilegio de asomarnos a cualquier parte del planeta y fisgonear la vida de los otros, sin ser policías secretos de la Stasi. Pero incluso antes, muchos otros medios han cumplido con esa función informativa, como los libros, el cine, la fotografía y las publicaciones periódicas, tanto las dirigidas a las élites como a las masas.
A través de estas ventanas, nos hemos enterado de que hombres de otras latitudes lucen falda en público sin ser objeto de violencia, aunque también sea una prenda atípica en sus círculos masculinos. Desde hace décadas el príncipe Carlos de Gales, inglés de nacimiento, se presenta en ceremonias oficiales ataviado con una “kilt” o falda tradicional escocesa. Asimismo Hideaki Kobayashi, un nipón de cincuenta y tantos años, cobró fama internacional por salir a la calle disfrazado de lolita: desde 2011 anda por Tokio con una minifalda tableada, calcetas a la rodilla, blusa de marinerita estilo Sailor Moon y barba trenzada. No lo hace por depravado ni porque esté mal de la cabeza sino, en sus propias palabras, para liberarse de una sociedad tan normativa y asfixiante como la japonesa. Esto le valió el apodo del “abuelo colegiala”, un motivo de orgullo para él, tanto o más que su plaza de catedrático en la prestigiosa Universidad de Waseda.
Al navegar un poco en internet salen a relucir casos así, que confrontan nuestros estereotipos de género y sus reglas de vestimenta. Sin embargo, el ciberespacio y las redes sociales, en vez de usarse como herramientas para desechar prejuicios y fomentar la pluralidad y la tolerancia, se han convertido en trincheras ideológicas e incubadoras de odio hacia la libertad de expresión y los estilos de vida alternativos. De hecho, ya se acuñó el término de “fascismo digital” para englobar las prácticas de espionaje, amenaza, acoso, censura y difamación, tan comunes hoy en día. Por eso no es de extrañarse que, frente a una ofensiva conservadora en las redes sociales, el decreto del uniforme neutro acabara sólo por validar el derecho de las niñas a ponerse pantalones, pues a fin de cuentas ya es una convención aceptada entre las mexicanas de todas las edades y clases sociales.
Feministas como Clara Serra, autora del Manual ultravioleta, han señalado con cierta justicia que las faldas y los tacones nos limitan físicamente y entorpecen nuestro campo de acción. En un plano simbólico, las RadFem (feministas radicales) condenan estas prendas -y la moda girly en general– por habernos convertido en fetiches al servicio de la libido masculina. Pero al margen de las posiciones ideológicas, la mayoría de las mujeres han restringido o incluso vetado de su clóset los atuendos eróticos para sentirse más cómodas y menos vulnerables en público, pues en el imaginario colectivo los delitos sexuales están estrechamente relacionados con el outfit. No obstante, ya se ha hecho hincapié en que el estilo recatado tampoco protege la integridad física y psicológica de niñas y mujeres, en lugares donde imperan la misoginia y el machismo. Si esto fuera verdad, países como Afganistán, donde están obligadas a cubrirse de pies a cabeza con una burka, no encabezarían los índices de violencia de género a nivel mundial.
Lo que muchas personas no aprecian claramente es que la ropa discreta y la ropa provocativa nos subordinan por igual a la dictadura de la moralina represora, cuando en los hechos no se respeta nuestro derecho para vestirnos de un modo o de otro. Me consta porque en la adolescencia, época en que por desgracia sufrí en la calle varios ataques (palabras soeces y manoseos) por parte de extraños, la mayoría de las veces yo iba de pantalones y tenis. Una década más tarde cuando, por una mezcla de vanidad y de convicción propia, decidí transformar mi look y cambiar los pantalones por faldas, vestidos y shorts, así como los tenis y zapatos bajos por tacones y alpargatas de plataforma, también seguí siendo objeto de maltrato. La diferencia es que, en cuestiones de etiqueta sexy, la mayoría de mis agresoras han sido mujeres, tanto jóvenes como maduras: con miradas reprobatorias, indirectas, comentarios hirientes y hasta insultos, me han satanizado por ser, en su opinión, una frívola y una casquivana; en suma, porque interpretan mi estilo de vestir como una amenaza y también, por qué no decirlo, como un reproche a su fodonguez y falta de agallas para transgredir el Manual de Carreño.
Éste es un tema incómodo para las feministas, entre las que yo figuro, pero en especial para las que abogan por la pureza intrínseca de las mujeres, en oposición a la maldad innata de los hombres. Pero ni unas ni otros nos portamos como ángeles o diablos por una fatalidad biológica, sino debido a un proceso educativo (dentro y fuera de las escuelas). Todos podemos degenerar hasta la ignominia si nos creemos el parámetro de lo correcto y lo incorrecto, de lo permitido y lo prohibido. Apenas el fin de semana asistí a un club femenino de lectura en Cuernavaca, y aunque ha sido bautizada como la Ciudad de la Eterna Primavera, sus noches de enero son frías y por eso me puse pantalones de cuero en color vino: un pudor raro en mí, casi una excentricidad. No obstante, sufrí un trago amargo porque, para mi sorpresa y disgusto, la presidenta del club –una abogada de 30 años, de nombre Sandra Segoviano, a quien nunca antes había visto–, con la excusa de estar bajo los efectos del alcohol, me insultó frente a las demás invitadas por estar vestida como “una cualquiera”. Pero en su mala copa no se percató de que ella misma traía puesta una blusa strapless en pleno invierno: contradicción pura. Ya sea propio de una santa o de una prostituta, el atuendo siempre será un pretexto de hombres y mujeres autoritarios para ejercer la violencia machista y desfogar con las incautas sus más hondos resentimientos.
Por las razones aquí expuestas, veo con recelo las estrategias para reforzar el control sobre la ropa de las mujeres y el uniforme neutro no es la excepción: representa más bien otra medida conservadora disfrazada de buena voluntad hacia las niñas y por eso no la celebré en su momento con bombo y platillo, como tantos lo hicieron sin advertir sus triquiñuelas. En su ensayo Acoso: ¿denuncia legítima o victimización?, Marta Lamas nos ha alertado del peligro de confundir los intereses de los grupos feministas con los de los grupos tradicionales o religiosos, y éste es un ejemplo de dicha mezcolanza. Si lo menciono hasta ahora es porque el incidente en el club de los insultos me dejó constancia una vez más, a mis 34 años, de que los pantalones femeninos son sólo un escudo de utilería.
¿Qué ocurrirá si se extiende su uso en las primarias y, un buen día, una niña aparece vestida de falda, cuando pudo haberse puesto pantalones? Sin duda será la nueva oveja negra. La acusarán de ser una pequeña provocadora, que intenta robar cámara y enseñar los calzones a los compañeritos de clase, como nos ocurre a las mujeres adultas cuando mostramos las piernas en reuniones sociales. De hecho, aunque en universidades como la UNAM no existe un código explícito de vestimenta, también ahí nos exponemos a sufrir discriminación por usar falda y maquillaje, incluso en facultades supuestamente abiertas y progresistas como la de Filosofía y Letras, donde la gente es tan leída y tan sabida, pero en la práctica refrenda con uñas y dientes los estereotipos de género, como lo viví en carne propia durante mis estudios de maestría. De seguir por ese camino regresaremos al siglo XVII, época en que, según cuenta Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer sólo disponía de un recurso para asistir a la escuela: disfrazarse de hombre.