Baltasar
Si uno busca en la Wikipedia, en español, quién es Baltasar, probablemente encontrará esta línea: “el negro pata sucia que se roba los regalos”. A no ser que un wikipedista, maestro editor del conocimiento colectivo, corrija ese desvarío en los días u horas que tome publicarse esta columna. O quizás sea leída en el futuro (haz changuitos), y ya no existe la Wikipedia, pero lo han reemplazado un cúmulo de experiencias y sensaciones de realidad virtual. Así, por ejemplo, algún oficinista aburrido le pide a su asistente virtual, Paty Navidad, que le proporcione toda la información de Baltasar mientras lee en voz alta la columna de su escritor preferido, el distinguido y amadísimo Agustín Fest (haz changuitos). Si uno busca quién es Baltasar en la Wiki gringa, leerá que nuestro querido rey mago, lejos de ser un ladrón políticamente incorrecto, es el santo patrono de la epilepsia, los motociclistas, los peregrinos y los manufactureros de juegos de cartas (entre otras cosas que me parecieron aburridos para efecto de nuestros tres trillizos). Es decir que Baltasar protege la industria del Magic, de las Pepsi Cards y, quizás, de las estampitas Panini. También protege, en su mayoría, a los vagabundos con algo de dinero -recuerdos de Don Draper-, a los apostadores que abandonan cachitos de su alma en cada viaje. No se olvide que Baltasar también copió su conocimiento a una criatura, morada y horrible, de mirar estúpido, para comunicarles a los viajeros en el tiempo alguna esperanza: cómo salvar a su amigo de una muerte inminente.
Agustín (padre)
A los niños enfermos les gusta creer que su padre, el hombre que fue por cigarrillos (eso es mucho decir, en realidad nunca estuvo presente), abandonará sus trabajos y sus otras familias para una visita de reconocimiento, platicarse lo que nunca se platicaron, cerrar -como dice una legión de brujos del new age- ciclos. Se dirán cosas, una conversación incómoda y torpe, mientras yacen convalecientes, uno biológicamente y otro espiritualmente, y miran idiotamente las paredes y los techos, duermen y despiertan, encienden los cigarrillos invisibles para decirse adiós en un drama habitual de los machos inexorables, un duermevela persistente para atravesar mundos de realidad, de arrepentimiento, de ira. Alguno sobrevivirá las convulsiones de un cuerpo envilecido mientras el otro se limpia el sudor de la frente y continua una charla de tiempos mejores, tiempos alternos, tiempos felices, cuál si fuera un conjuro de lugares comunes para aliviar a los mudos y los inseguros. Independientemente de la imaginación de los niños enfermos, se sabe que el padre hizo bien, es mejor que nunca haya venido: así, su sabiduría accidental no tiene límites y la imaginación curará todas las heridas de algún monstruo. Los sacrificios, se sabe, saben a la mejor mostaza cuando desaparecen todos los testigos.
Bong Joon Ho
En alguna entrevista, el director de Parasite dijo que, además de todas las cosas (nunca te olvides de Dios -perdón, hace tiempo no me distraía así- stream of consciousness pero del chafita) el olor corporal es una cuestión de clase. Creo que Parasite es una excelente película, pero también es obvia en sus juegos y sus desarrollos: las relaciones parasíticas de los personajes, el juego de espejos que multiplica las imágenes y la ilusión de las profundidades, el abismo, la repetición. Sin embargo, me gustó aquello que escribió Fernanda Solórzano en Letras Libres y mostró un juego dentro de la película que pasé por alto, o bien, ignoré de primera instancia porque la disfruté y dejé de escudriñarla a la primera carcajada: la película es un parque de diversiones, salta de género en género igual que uno navega por las distintas áreas del Six Flags. Y eso, superando la obviedad a la que está condenada por el título, también revela que los géneros fílmicos son parásitos el uno del otro, como ver el largo recorrido de una solitaria y maravillarse, reírse, horrorizarse. Un recuerdo de Josefa, que en paz descanse, cuando quería denigrar a otros (por clase o por color de piel), nunca se refería a los tonos o la marca de su ropa, pero desarrollaba el insulto usando sus olores. Se tomaba su tiempo para asociar a los morenos -muy morenos- con el hedor del azufre y a los pobres con el olor a sudor y la falta de desodorante. “Tiene un olor corporal muy espeso”, solía decir ella, y me pregunto, años después, un seno menos y un sabroso coctel de quimioterapias, ¿cómo habrá soportado la maldición de la nariz excepcional de los enfermos? Quizás no le fue mal, quizás es normal que la gente desconcertante tenga una nariz privilegiada y nacieron infelizmente preparados para trastabillar en todos los metros del mundo.