La gente opina y opina mucho. Es algo que seguramente has observado. Tú también lo haces, pero mucho menos que los adultos. Pareciera que la edad les llena la cabeza de opiniones. Los adultos cabezones suelen padecer una especie de enfermedad que podemos llamar opinionitis. Hay opiniones sencillas y poco polémicas (que no generan demasiado conflicto ni oposición): que la Tierra es redonda, que Roma es la capital de Italia, que hablas y lees castellano, que dos más tres suma cinco, que todas las personas solteras no están casadas, que es incorrecto lastimar a otra persona sólo por diversión, que Cómo entrenar a tu dragón es una muy buena película, y que el agua tiene la estructura química H2O. Así, tenemos opiniones de distinto tipo: geográficas, lingüísticas, matemáticas, estéticas (que tienen que ver con lo que nos gusta o disgusta), éticas (sobre lo que consideramos correcto e incorrecto), científicas y de muchos otros tipos. Otras opiniones son más polémicas (la gente puede sentarse a discutir horas y horas al respecto de una sola de ellas). Sólo te daré dos ejemplos muy evidentes: que cuando una persona roba comida porque tiene hambre (no ha comido en días y no tiene dinero para comprarla) está haciendo algo incorrecto (yo no lo creo), o que existen otros universos además del nuestro (habrás visto en alguna película de ciencia ficción que se menciona esta posibilidad, por la cual discuten sin fin las personas que se dedican a la Física).
Las opiniones son fáciles de obtener y de decir. Basta con que digas “Opino que…”. Las opiniones son creencias. Cuando opinas algo, lo opinas porque lo crees. Pero hay distintas maneras de creer y opinar cosas. Imagina que llega una nueva compañera al colegio que se comporta de una manera distinta al resto del grupo. Te enteras de que viene de otra ciudad y que en su casa se comen y hacen cosas muy distintas a lo que se come y hace en tu casa. A ti y a tus amigas y amigos les resultará muy fácil opinar que “ella es una persona rara”. Cuando opinas cosas así, porque las crees, eso modifica tu manera de actuar: haces cosas a partir de las cosas que crees. Puedes empezarla a tratar distinto, incluso excluirla del grupo. Ahora piensa qué te pasa lo mismo a ti: que tus padres y tú se mudan de ciudad. ¿Te agradaría que los demás pensaran que eres una persona rara? ¿Te gustaría que te trataran distinto y te excluyeran? Pero no es ése el único punto importante: para empezar ¿qué significa que alguien es raro? ¿Quién puede autonombrarse juez sobre la rareza de las personas? De seguro una persona muy prepotente, de seguro alguien que padece de opinionitis y no piensa de manera crítica.
A diferencia de sólo tener opiniones y decir lo que opinas, pensar críticamente consiste en adquirir tus creencias de manera cuidadosa, apoyándote en las mejores razones que puedas imaginar o investigar, y también imaginando o pensando en posibles razones en contra. Es un proceso que, a diferencia de las opiniones, no es simple y facilón. Quienes piensan críticamente no sólo opinan, argumentan. No sólo piensan y dicen el qué, sino buscan y dicen el porqué.
Un ejemplo te puede resultar ilustrativo. Hay personas, seguramente lo has escuchado, que opinan que los pobres son pobres porque así lo quieren o porque son flojos. Es una opinión que, a mi parecer, no sólo es falsa, sino peligrosa. Quien así opina, ¿se ha preguntado en qué trabaja esa gente? ¿Ha vivido jornadas interminables de trabajo físico en una construcción cargando cientos de pesados costales? Vayamos más lejos, ¿sabe lo que significa nacer en un hogar en el que se tiene que trabajar desde pequeño para ayudar a sus padres con los gastos de la casa? ¿Sabe que es asistir a una escuela y tratar de sacar buenas notas cuando se tiene hambre? Si esta persona se hiciera estas preguntas con honestidad, no opinaría tan fácil sobre las aspiraciones y la dedicación de la gente que tuvo la desgracia de nacer en un entorno pobre. Muchas veces, el pensamiento crítico implica hacer estos ejercicios que implican ponerse en los zapatos de los demás, tratar de imaginar lo que viven, sienten y padecen. Pero también implica que al hacerte esas preguntas buscas razones. Y son las razones -y no los prejuicios- lo que debe orientarte sobre lo que debes creer y hacer.
Buscar razones, como lo hacen los detectives cuando buscan al culpable, es el primer paso rumbo al pensamiento crítico. Pero no nos apresuremos: no todas las razones son buenas razones. Alguien puede sostener que alguien es raro porque se comporta de manera distinta a como uno esperaría. Esta es una razón, en efecto, para creer que alguien es raro. Pero no es una buena razón. Piénsalo por un momento. Esa persona podría creer lo mismo de nosotros: seríamos raros a sus ojos porque no nos comportamos como ella esperaría. Si lo sigues pensando un par de minutos más, es una mala razón para creer que alguien es raro porque todos seríamos raros a los ojos de los demás (al menos raros para los que no son muy cercanos a nosotros y no se comportan de manera más o menos similar). Lo que acabo de hacer, si te das cuenta, es darte una buena razón para creer que no es correcto afirmar que alguien (sea el que sea) es raro. Recuerda, para empezar ¿qué podría significar que alguien es raro, más allá de que no es como yo soy? ¿Y qué hay de malo en ello en primer lugar? El problema adicional es que, cuando empezamos a creer cosas como que la gente distinta a nosotros es rara, empezamos a actuar de determinada manera. Y, muchas veces, nuestra forma de actuar que parte de esas creencias deja mucho qué desear.
Quien piensa de manera crítica busca razones. Y busca las mejores razones que puede imaginar, dado lo que sabe y puede investigar. No se conforma con bellas historias falsas. Tampoco con lo primero que le viene a la mente. Piensa con mucho cuidado. Sabe que el proceso puede ser largo, pero descubre que al final resulta satisfactorio. Quien piensa críticamente puede estar equivocado, pero entiende que nada nunca nos garantiza sin lugar a duda que estamos en lo correcto. Por eso, pensar críticamente debe ser un hábito diario y cotidiano: así como hacer ejercicio, o comer frutas y verduras variadas. No es cosa de un día, es cosa de una vida.
Termino esta breve reflexión con un par de ideas adicionales. Buscar y ofrecer razones cuando se nos piden con respecto a lo que creemos y hacemos muestra respeto por la persona con la que hablamos. Piensa que tus padres simplemente te prohíben que vayas a jugar con tus amigas y amigos por la noche. ¿Qué haces? ¿Acaso no les preguntas por qué te lo prohíben? Lo que haces, aunque no lo hayas pensado quizá, es pedirles razones. Cuando se te ofrecen razones, aunque no estés de acuerdo con ellas, se te trata como una persona inteligente y se te respeta. ¿No deberías hacer lo mismo tú con el resto de las personas? Por último, podrías pensar que muchas veces las razones que te dan no te convencen. Así que ¿para qué molestarse en dar razones en primer lugar? La respuesta es doble: porque simplemente imponerse suele ser una forma de violencia (nos sentimos agredidos, y eso no suele ser bueno); y porque al final las buenas razones siempre acaban triunfando como los héroes de las películas.
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