Me dicen que debo hacer ejercicio para adelgazar,
que alrededor de los 40′s son muy peligrosos la grasa y el cigarro,
que hay que conservar la figura
y dar la batalla al tiempo, a la vejez.
Expertos bien intencionados y médicos amigos
me recomiendan dietas y sistemas
para prolongar la vida unos años más.
Jaime Sabines
Como lo ven, he alterado el poema del gran chiapaneco, para adaptarla a mi recién cumplida edad de cuarenta años. Para quien no me conozca en físico, soy gordo, casi cien kilos y más de un metro de cintura, con un índice de masa corporal de 32.7, entro a la categoría de obeso. Ciertamente son múltiples los bien intencionados que me invitan a cambiar mis hábitos, dejar el alcohol, hacer ejercicio, comer más frutas y verduras, el colmo fue un reloj digital que compré hace unas semanas, alrededor de las doce del día y dos de la tarde, me enviaba una notificación para decirme que ya había estado mucho tiempo sentado, que me activara. Como lo podrán sospechar, el aparatejo duerme con los peces.
Alguna vez cuando trabajaba en la Casa de la Cultura Jurídica en Aguascalientes, escuché a un magistrado darle un consejo a una persona gordita (nótese el diminutivo con que se nos trata a los obesos, no por no ofender, sino en una especie de condescendencia) cuando ésta sufría no poder comerse una galleta en uno de tantos intermedios de los eventos jurídicos: “Si a usted no le gusta el ejercicio ni la dieta, y por el contrario le encanta la comida, olvídelo y resígnese, mejor disfrute la vida”.
Desde pequeño, tuve este que hoy llamamos problema, en mi infancia mi sobrepeso era aún más notable, por lo que era el clásico objeto de bullying y carrilla (gordito robalonches, como aún hoy me chotean algunos de mis amigos) no me afectó al grado de dejar de comer, sino hasta la adolescencia, cuando en la preparatoria y principios de universidad, emprendí acciones de dieta y ejercicio que me permitieron ubicarme en el peso correcto: setenta y seis añorados kilos, ¡oh, juventud, divino tesoro!
Pero nada es para siempre, o como decía aquel juego que en el fraccionamiento México disfrutaba con mis amigos: pájaro, vuelve a tu jaula. Ciertamente, vino la oficina, la vida profesional de abogado, centrada y enfocada en el llamado punto de engorde (si mal no recuerdo así le decían en la novela Generación X de Douglas Coupland), es decir, un trabajo sedentario, con comidas grasosas y sabrosas de la corriente garnachienta mexicana, que me hicieron, como aquella canción infantil, volver a mi jaula, embarnecer. Me viene a la mente el personaje de Sam en The Game of Thrones, cuando en el capítulo sexto de la sexta temporada, regresa del Norte y su papá, obesófobo, le espeta: “Sigues siendo gordo y blando, con la nariz hundida en los libros. Te pasas la vida leyendo los logros de hombres mejores”.
En todas las oficinas godinez en que he estado, hay una lista, una especie de formato ISO insustituible y fundamental: los teléfonos de toda clase de antojerías santas y non sanctas, con su enorme lista de productos, tacos, gordas, tamales, y por supuesto, los sándwiches, jugos y ensaladas, porque en la oficina, nunca falta el que está a dieta. El ubereats y plataformas similares, nos ha llevado, a los glotones burocráticos, a terrenos que nunca sospechamos: el universo comidista al alcance de tu mano.
Toda mi vida ha sido una lucha con el sobrepeso, por eso el terrible Guadalupe-Reyes (¿O era Reyes-Guadalupe?) me toma entre contento y angustiado, con una lista un tanto amplia de invitaciones a posadas, fiestas, desayunos, he decidido hacer un calendario para que no se me empalmen los convites de este mes decembrino. He tomado además otra decisión: correr todos los días al menos diez minutos diarios. Sé que es poco, pero tengo esa extraña esperanza que sólo los gorditos comprendemos, de que con un par de minutos, con un par de días de dieta, lograré salir avante en las fiestas decembrinas. Lo más importante ya no es bajar, sino no subir. Denos a todos nosotros, los obesos, este regalo el buen Santa Claus.