Resulta difícil hacer de lado el significado religioso de estas fechas. Una opción reflexiva que tome a la Navidad como tema se detendría en sus orígenes, en los cálculos de distinto tipo para establecer la fecha del nacimiento de Cristo, en la convención de establecer el 25 de diciembre como la fecha de su celebración, su significado teológico y demás cuestiones. Lo cierto es que, para otras culturas, además de para la católica y las cristianas, estas fechas han sido y son significativas. Los antiguos romanos celebraban el 25 de diciembre (21 o 22 de diciembre de nuestro calendario Gregoriano) el nacimiento del dios Apolo (Natalis Solis Invicti o Nacimiento del Sol invicto). Su festival de la Saturnalia, en honor a Saturno, también incluía al solsticio de invierno y duraba cerca de una semana. Nuestros actuales árboles de Navidad deben mucho a la llegada del cristianismo al norte de Europa y a las celebraciones nórdicas al dios del Sol. Incluso los aztecas celebraban por estas fechas el advenimiento de Huitzilopochtli.
Pero otra opción consiste en reflexionar desde el secularismo. La Navidad no es ya una celebración exclusivamente religiosa, sino un momento de reunión y celebración que puede incluir a personas no religiosas o ateas. Su significado trasciende ya a las profundidades teológicas y a la mera frivolidad consumista. Es una festividad ciudadana con diversas manifestaciones públicas.
La Navidad es un tiempo ante todo de descanso. Muchísimas personas económicamente activas alrededor del mundo disfrutan por estas fechas un periodo corto o largo de vacaciones. Por su cercanía con el fin del año calendario, también es un tiempo de reflexión y rendición de cuentas personales. Por ello la Navidad no es nada cercano a la disipación veraniega, sino un momento para muchas y muchos melancólico. Un momento para recordar a nuestros seres queridos que ya no están con nosotros y, sobre todo, un momento para reunirse con aquellos que aún comparten nuestro momento de vida.
Por mi parte, la Navidad siempre ha sido un momento más o menos seguro de poderme reunir con algunas de las personas más importantes de mi vida que están lejos. No suele importar qué tan lejos vivamos entre nosotros, hacemos el esfuerzo de regresar a la casa familiar y convivir unos cuantos días. Son momentos llenos de plática, recuento, amena discusión y cariño.
No soy una persona religiosa, no soy afín a ninguna iglesia ni credo particular, pero soy una persona profundamente navideña. Las personas que me conocen lo saben, y a las que no, les sorprende. Para mí la Navidad es un momento maravilloso, no necesariamente alegre, pero sí feliz, profundo y con su dosis necesaria de melancolía. Cada Navidad vienen a mi mente mi abuelo Francisco, mi abuela Isabel, mi padre Mario, mi hermano Michael. Siempre están presentes mi madre Inés y mi hermano Jonathan. Y las últimas navidades, por circunstancias ajenas a nosotros, pero con cariño y convicción, extraño a Ana, mi compañera de vida.
Termino esta breve columna felicitando a todas y a todos esta Navidad. Deseando que estén acompañados por sus seres queridos. Deseando que ninguna lejanía les impida levantar una copa y brindar con su familia con una copa de vino bajo el Sol, o con una taza de ponche cerca de la chimenea. Les deseo que, incluso si los alcanza la melancolía, sus lágrimas sean producto del dulce recuerdo y no de la amarga pérdida.
¡Feliz Navidad!
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