La verdad: en medio de una selva, en una modesta cabaña construida por los salvajes lugareños (unos argentinos nacidos de europeos huyentes de las guerras y los genocidios), vive un asceta que escribe el último bestiario medieval de la historia. Tomos y tomos formidables, guardan en sus hojas los gritos de los roc y la magia de los bahamut, los libros mágicos están bañados en fórmulas para mantener a sus hojas y sus encuadernados incólumes frente al clima y los tiempos. El asceta, hogaño, se mantiene joven, se mantiene fuerte, porque en sus viajes y, gracias a sus lecturas, encontró la fuente de la juventud y la piedra filosofal y las ha utilizado para el único beneficio que reconoce lo hace feliz: la lectura, la escritura y la caminata. El tiempo le ha enseñado a interpretar las entradas a los mundos místicos en las cuevas, los ríos, los edificios abandonados. Eso le ha permitido explorar el submundo donde se ocultan la mayoría de las criaturas fantásticas que sus hermanos, y sus primos lejanos, y también sus enemigos imaginados; criaturas que sólo podían soñarse y eran descritas en los libros al anotar relatos de segunda mano en boca de los viajeros, de los locos y de los niños que nacían con la visión para mirarlos a todos ellos. El asceta come un sándwich de carne, sorbe un mate, tamborilea la mesa con la pluma y mira al cielo. Todos los días está retrasando el punto final. El día que lo ponga, igual que las criaturas míticas que ha recolectado durante milenios, él habrá de desaparecer y nadie dará mantenimiento a los libros. El conocimiento se hará polvo, regresará a la tierra y no volverá hasta que las máquinas dominen el mundo, pero eso el asceta lo sabe. Le gusta retrasar lo inevitable.
El enigma: si el asceta lograra colarse en la mentira, ¿quiere decir que la mentira es un reino cuántico? ¿Al convertir la mentira en su verdad, ha conseguido anular ambas propuestas y estamos presenciando el nacimiento de una bestia nueva? ¿Cuatro bestias nuevas? ¿Mentira, mentira, verdad, mentira, mentira, verdad, verdad, verdad? ¿Pueden existir todos estos mundos a la vez: un asceta jovial, y un asceta podrido, muerto, yaciente en aquella cabaña perdida en la selva? ¿Y por qué el asceta está de ocioso en vez de terminar la magna obra: todos los animales, todas las bestias, todas las piedras, todos los lugares del mundo?
La mentira: no hay tal asceta porque es bien sabido que los animales fantásticos no existen y los sueños febriles de los alquimistas sólo son eso: sueños febriles. Un bestiario es una diversión pasajera, una recolección de sueños y, como dicen las canciones de los perdidos y los ausentes, los sueños son necesarios para tolerar la crueldad de la existencia. La vida es una tortura continua hasta que la víctima se acaba. La verdad está en el cuerpo, en sus pequeños dolores que se multiplican día a día, hasta que la enfermedad es nombrada y surgen los tiempos, las estadísticas, las probabilidades, las certezas; entonces se descubre la entropía de un sistema biológico que empezó como algo perfecto, algo hermoso, y finalmente las células se degeneran, se deshacen, se canibalizan entre sí hasta que uno se convierte en gusanos, en tierra, en árboles enfermos colocados a la mitad de una avenida, necedades biológicas resurgiendo del concreto (“oh”, dice el asceta, quizás los árboles también son animales míticos, tortugas eternas, regresa rápidamente a su estudio a tomar notas). La gente muere y se echa a perder. La imagen es evidente, hasta insultante: la orgía de gusanos que gustará a poetas casi malditos. El asceta inexistente sigue rayando sus apuntes: manchas en el pavimento de la basura desperdigada, eso es el hombre, eso también es la mujer. Es imposible conservar el conocimiento porque los otros estarán pensando en su dolor, en las interpretaciones por entender dónde estuvo el muerto y qué hizo. La verdad está en el aullido.
El corolario: “no cualquiera entiende”, escribe un crítico en su columna, “la enormidad de este proyecto. El bestiario total de nuestro asceta contiene dos millones de bestias mágicas, 1 millón de piedras sagradas, trescientos mil reinos mágicos, seiscientas canciones de cunas (…)” y el crítico sigue enumerando cosas porque, como él lo dijo al inicio, “no cualquiera entiende”. Pero esa es la broma, el corolario definitivo de todo ejercicio lógico: nadie debe entenderlo, es el placer lo que nos mantiene presentes.