Tal como ya lo señalábamos, en esta segunda entrega retomamos la conversación sobre Chile y lo que percibimos.
Específicamente sobre las pensiones, es importante recordar que en 1990, los promotores del libre mercado anticipaban que para el 2020 los chilenos se pensionarían con el 100% de sus salarios (ver recorte de diario). ¿Cuál es la realidad? Que actualmente, la tasa de reemplazo de las mujeres es del 31%, mientras que de los hombres es del 60% de su último sueldo. El caso de las mujeres resulta particularmente dramático. De acuerdo con la Fundación SOL (Centro de estudios de Chile), de las 71,472 mujeres que se pensionaron durante el año 2018, el 50% pudo financiar únicamente una pensión cercana a los 24 mil pesos (33 dólares), esto debido a sus “vacíos” laborales, fenómeno que se encuentra directamente ligado a la realización de labores reproductivas y de cuidado. En el caso de aquellas mujeres que cotizaron ininterrumpidamente durante 30 a 35 años, las pensiones bordean los $281,722 (377 dólares), monto inferior al actual salario mínimo. Todo bastante lejano de lo que se anticipaba. La retórica del modelo está agotada y la calle lo resiente y expresa día con día.
El estallido social que tanto sorprende a los promotores del orden y el progreso (sectores políticos, empresariales, religiosos y medios de comunicación), anunciaba su aparición en una larga lista de movilizaciones sociales que han caracterizado los últimos años. Desde la “revolución pingüina” levantada por los estudiantes secundarios en el año 2006 y las masivas movilizaciones de los estudiantes universitarios el 2011 (cuyas demandas apuntaban a la desmercantilización del sistema educativo en su conjunto y, en consecuencia, a una reforma que consagrara a la educación como un derecho universal, gratuito y de calidad para todos), hasta reivindicaciones de larga data como la del pueblo mapuche en torno al reconocimiento de sus tierras ancestrales y el cese de su explotación desmedida por parte de la industria forestal, ante lo cual el Gobierno ha respondido con la militarización de sus comunidades al sur del país.
Durante el presente año hemos sido testigos de varias movilizaciones, entre las cuales se encuentran el paro de los profesionales de la salud, quienes denuncian el progresivo desfinanciamiento de la salud pública, la huelga del sector docente quienes exigen una mejora al sistema educativo y a las condiciones laborales del gremio, o la movilización de las comunidades ubicadas en “zonas de sacrificio” cuyos habitantes han sufrido intoxicaciones producto de la contaminación ambiental generada por las termoeléctricas que dominan la actividad económica en zonas como Mejillones o Puchuncaví.
Estos constituyen sólo algunos ejemplos de cómo la ciudadanía se ha organizado para denunciar lo que las altas esferas de la elite política y económica se han empeñado en esconder o incluso normalizar: detrás del milagro chileno se esconde la instauración de una desigualdad multidimensional que afecta al grueso de las familias chilenas. A lo largo y ancho del territorio nacional las poblaciones están plagadas de adultos mayores que reciben pensiones de hambre, de familias endeudadas a 15 o 20 años para poder costear la educación de sus hijos, de trabajadores que reciben un salario que no supera el sueldo mínimo. Y así suma y sigue.
Las evasiones masivas en respuesta al alza del pasaje de metro protagonizadas por los estudiantes secundarios contaron con una particularidad inédita: por primera vez el movimiento estudiantil se organizaba en torno a una medida que no le afectaba directamente. En un país que se caracteriza por sus altos índices de desigualdad (según datos de Cepal el 1% más acaudalado concentra el 26,5% de la riqueza nacional), en donde cerca de la mitad de la población tiene trabajos altamente precarios, este aumento significa un encarecimiento significativo para el chileno promedio. De mantenerse el alza a este transporte, quien vive con el salario mínimo gastarían cerca de 14% del mismo únicamente en transporte, uno de los valores más altos de la región; situación que sin duda es un duro golpe a los bolsillos de inmenso número de familias que viven “con deuda” y que acostumbran a comprar en “cómodas cuotas” los víveres en el supermercado.
En este contexto, las protestas estudiantiles, lejos de constituir un simple acto de solidaridad, evidenciaron la existencia de padecimientos comunes que afectan desde hace décadas a los mismos sectores de la población, resquebrajando así el espejismo de la meritocracia tan característico del Chile democrático post dictatorial. Este acto de reconocimiento mutuo ha marcado la tónica de las jornadas de protesta en donde confluyen las más diversas demandas y los más diversos grupos, extendiéndose incluso a los sectores acomodados de la capital.
La gente en la calle ha demostrado que Chile no era un oasis. La gente ha rebasado a las instituciones, al gobierno y a todo aquello que se creía que eran pilares de un país ejemplar, que incluso estaba ad portas a ser del primer mundo. Muchas lecciones se pueden obtener para los países de América Latina, pero una de ellas es clara: este modelo de libre mercado, individualizador, en donde cada quien se rasca con sus propias uñas, que consolida que origen sea destino, es insostenible, y su introducción sólo es posible usando las fuerzas armadas. Este modelo parece no tener cabida en una democracia.
Quizá, recurriendo a aquellos términos usados por Bill Clinton durante la campaña presidencial de inicios de los noventa, más allá de la economía, ¡Es la calle, estúpido!