Al conocer otras ciudades o al reconocer la propia, pocos lugares me atraen tanto como los cementerios, lugares en los que están reunidos nuestros ancestros, el sitio que es en sí mismo un elemento fundamental de nuestra identidad cultural.
Pienso que a un pueblo se le conoce, entre otras cosas, por sus mercados y panteones, porque los camposantos se convierten en un retrato de cómo honramos a nuestro pasado. De ahí que no todos los panteones sean iguales y de eso estoy seguro pues en lo posible trato de conocerlos al llegar a una ciudad en la que sé que pasaré una temporada.
Creo recordar que esa idea de relacionar los panteones con la manera en que un pueblo respeta a sus muertos lo leí del escritor estadounidense Ray Bradbury, aunque honestamente no recuerdo. Bradbury del que recuerdo que escribió un cuento sobre las momias de Guanajuato impactado al haberlas visitado al final de la década de los cuarenta en el cementerio de esa ciudad. Eran esas mismas momias que visité frecuentemente en su museo durante mi infancia cuando iban familiares o amigos a la ciudad de mi infancia e íbamos ahí como parte de los sitios de interés en un recorrido turístico infaltable.
De alguna manera, esas momias son la prueba más evidente de que cada cementerio tiene su peculiaridad, en el municipio de Encarnación de Díaz en Jalisco hay un museo más nuevo también con momias pertenecientes a un bello panteón que es de los mejor conservados y antiguos del Camino Real de Tierra Adentro, un lugar que recomiendo conocer.
Sin embargo, para la mayoría de los latinoamericanos la fecha en que regularmente vamos al cementerio es en el Día de Muertos, es cuando puede verse el lugar repleto de personas que visitan a sus familiares o amigos difuntos.
Recuerdo el Cementerio General de Santiago de Chile, un lugar con mausoleos enormes edificados por las familias más adineradas de la ciudad, también con un área denominada el Patio 29 destinada a los cuerpos de los asesinados en el periodo de la dictadura pinochetista y que al no ser identificados fueron depositados en ese lugar. Frente a esa zona de cruces sin nombre está la calle México, es un espacio para cuerpos de personas con escasos recursos dispuesto en gavetas en las que estuvieron sepultados en la emergencia del momento de mayor represión del régimen militar personalidades como el poeta Pablo Neruda para luego ser enviados sus restos a su casa frente al mar en Isla Negra, como también el cantautor Víctor Jara, torturado y asesinado por los golpistas quien fue depositado ahí por sus familiares en 1973.
Muy cerca de la entrada principal se encuentra el Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político, un enorme muro con miles de nombres y en la parte superior labrado el verso del poeta Raúl Zurita que dice: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”. Ese día el muro era visitado por cientos de personas que dejaban flores por aquellos que fueron asesinados por la dictadura de extrema derecha y no sabían del destino de sus seres queridos.
A ese panteón lo recorrí precisamente en el Día de Muertos en que había muchas personas visitando a sus amigos y familiares fallecidos en un ambiente que me recordó en mucho al que vivimos en estas fechas en México. Ahí, hombres y mujeres dejaban flores, comían sobre las lápidas o barrían las tumbas algunas decoradas con banderas del equipo de futbol del Colo- Colo. Me pareció interesante que los mausoleos de los ricos era una zona casi solitaria, mientras que las zonas populares estaban llenas. En Valparaíso conocí el Cementerio Disidentes, un sitio que nació para depositar los restos de fallecidos no católicos, algo que no he visto en otras partes.
De cementerios y banderas llega a mi memoria el de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba en el que hay en algunas de sus tumbas las banderas del Movimiento 26 de Julio ondeando por el viento dando así testimonio que ahí reposan los restos de un héroe revolucionario.
También memoro el de Santa Marta, en Colombia con mausoleos más bien pequeños en los que las tumbas medianamente ostentosas y las modestas estaban mezcladas de alguna manera.
Un panteón especialmente lúgubre y con una atmósfera nostálgica es uno antiguo que recorrí al anochecer hace ya muchos años muy cerca del centro histórico de Quebec en el que había sencillas lápidas con piedra labrada y un piso alfombrado de otoñales hojas secas que de pronto se elevaban por el viento.
Precisamente de los cementerios prefiero los de ciudades pequeñas a las de las grandes urbes, a los panteones antiguos que a los modernos ya que a éstos últimos los siento más fríos e impersonales. La muerte tiene el rostro de cada lugar, sin duda.
En esta ciudad y por razones familiares el Panteón de la Cruz es el que siento más cercano y entrañable, aunque está el Panteón de la Salud construido a finales del siglo XVIII que vale la pena recorrer y donde presenté un libro de poemas hace algunos años, sin duda prefiero el primero.
Visitemos con amoroso respeto a nuestros cementerios no solamente en estas fechas en que vamos a recordar a nuestros queridos amigos y familiares ya fallecidos, recorramos los panteones también fuera de estas fechas porque ahí sin duda está nuestro pasado.
Muy buen attículo ¡Felicidades!