La suerte es uno de los fenómenos que más me han intrigado en mi carrera académica. Recuerdo durante mi licenciatura leer fascinado La fragilidad del bien de la extraordinaria Martha Nussbaum, un estudio sobre el papel que la suerte tuvo en el pensamiento de los antiguos griegos. Aristóteles, el padre del pensamiento occidental (sin intención de ofender a los platónicos), comprendió a la perfección la necesidad de hacer las paces con la fortuna. En su Ética Nicomáquea, a mi entender una de las cimas de la reflexión moral, no deja el tema al olvido y hace interesantes sugerencias. Aristóteles, el más grande teórico de la felicidad, pensaba que era posible ser un buen juez moral, tener bien educadas las emociones, y aun así no conseguir nuestro fin último. La vida humana siempre puede ser violentada por los vientos de la mala fortuna. Es por ello por lo que Aristóteles cedió un papel preponderante a las virtudes en su sistema moral. Las virtudes pueden enseñarnos a navegar por los aciagos climas de la suerte en contra. Son, por decirlo así, los impermeables que impiden que nos empapemos en demasía en medio de la tormenta. Pero las virtudes no exilian a la fortuna. Ésta siempre estará presente. Es parte de nuestro aprendizaje en esta vida aceptar que no todo siempre está en nuestras manos.
En la vida práctica la suerte hace su aparición pavorosa. Incluso habiendo tomado todas las previsibles medidas para no fallar en nuestras metas, la mala fortuna puede atravesarse y despeñarnos. En los peores casos, la suerte puede infligir daños a terceros por las consecuencias fortuitas de nuestras acciones. La culpa puede estremecer nuestra vida hasta sus cimientos por lo que ocasiona una ruta de acción en la que no preveíamos la tragedia. Aristóteles también lo entendió a cabalidad: las consecuencias de nuestras acciones siempre superan nuestras previsiones. Sin embargo, se nos responsabiliza como causa de cosas que no estaban en nuestras manos. La suerte moral, mote filosófico para nombrar al fenómeno, es una de las características más infames de la vida humana.
A nivel teórico la suerte también está presente. Las grandes ideas, el surgimiento de novedosas hipótesis, puede no deberse más que a bellas coincidencias. No debemos comprar la mitología de la manzana de Newton para comprender que el estudio y trabajo más tenaz pueden nunca llegar a fructificar más que un golpe de suerte en la cabeza. Los momentos de mayor ingenio y creatividad, así como los momentos de gris estancamiento intelectual, pueden no deberse más que a la diosa fortuna.
No obstante, la suerte siempre me ha intrigado porque sin ella tampoco explicamos la belleza de la vida humana. En ella pueden cifrarse nuestras culpas y descalabros, nuestras geniales ideas y nuestras trilladas hipótesis, pero también que la vida sea polícroma y fascinante. El fin de semana releía uno de los textos a los que cada cierto tiempo regreso. Cartas credenciales, una joya de mi maestro Alejandro Rossi, cuando lo fortuna no me favorece, tiene la grandiosa capacidad de aminorar mis penas. Le cito en extenso: “Claro, los regalos de la vida no se planean, si acaso el propio trabajo y aun allí hay tantas sorpresas que más vale abandonar la idea de que somos los dueños de nuestro destino. Quién nos rige es una pregunta que alegremente se la dejo a los teólogos, esos grandes imaginativos que nos han regalado maravillosas ficciones. Si soy franco, debo admitir que prefiero la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y -según me parece- también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y la precariedad. No afirmo nada excepcional, sólo recuerdo que la amplitud de los contextos y la temporalidad alteran los propósitos originales. Cambia la lectura y el sentido de una obra o de una página. Aquello que creíamos esencial se convierte en agua estacada y lo que juzgábamos como un ejercicio ligero se transforma en el máximo logro. O apostamos a la racionalidad sin mácula y ésta lentamente se disuelve en una pesadilla salvaje. Apoyamos el bien y luego, con espanto, descubrimos que tenemos las manos llenas de ceniza. Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima”.
Rossi tiene razón. Quizá sea la fortuna una diosa iracunda que goza vernos deambular como un navío en una brava tormenta. Yo prefiero ver su rostro más amable. Ése que pinta cada día de sorpresas y derrota a los más robustos teoremas. Prefiero considerar a la suerte una amiga que de cuando en cuando se equivoca, y considera enemigo a su amigo. Más vale, creo, hacer las paces día a día con la fortuna.
[email protected] | /gensollen | @MarioGensollen | TT Ciencia Aplicada