- Cuarto Coloquio de Periodismo Cultural. Presentación editorial de Inventario
Para mí el siglo XXI empezó con la pérdida de mi padre, no a las 23:59 del 31 de diciembre de 1999, o el primer segundo del 1 de enero de 2001. Todos los años de este siglo no he tenido padre, puedo intentar establecer la fecha exacta en que ocurrió, pero sería mentira, no es un 25 de febrero, en que falleció, o un 3 de septiembre, primera mudanza sin que él estuviera y despedida de la ciudad en que nací; simplemente sé que lo he vivido. Quiero creer que a pesar de ser el primogénito, el tiempo de convivencia fue suficiente para saldar cualquier pendiente, a eso ayudaron las largas estancias en el hospital, pero más que esos días al pie de la cama, las tardes que al salir de su oficina en el Instituto Nacional de Migración prefería caminar varias cuadras de Insurgentes para llegar a mi departamento y tomarse un café, exigirme un dulce para su nieta o pedirme algo que leer para distraerse en el camino de regreso a casa, a veces todo eso y más.
No tengo cuentas pendientes con mi padre, no ha regresado en forma de fantasma para pedirme que asuma la venganza por un asesinato infame, extraño y monstruoso, ni ninguna otra vendetta por el estilo, las cuentas por saldar, son todas de mí hacia él, una en especial, la tarde en que ojeando los lomos de los libros en uno de los estantes le llamaron la atención los dos tomos del Ulises de Joyce y me los pidió prestados, se los negué (todavía me arrepiento), no argumenté mucho, a cambio lo dejé llevarse El halcón maltés de Dashiell Hammett; las veces que regresó miraba con curiosidad los libros que contenían la aventura de un día en la vida de Leopold Bloom, a cambio de esa historia lo volví experto en Raymond Chandler, James M. Cain, Chester Himes, Ross Mcdonald y Mickey Spillane. Siempre que me regresaba alguno de los tomos me comentaba sus hallazgos, lo que más había disfrutado, lo que le parecía verosímil, lo que lo había enganchado. Me perdí su comentario sobre la obra de Joyce.
¿Quién era yo para negarme a eso? Un veinteañero soberbio que pensaba que todo lo sabía, sin entender que a cualquier puerto que se llegue siempre es gracias a las pistas que alguien más nos da, que a ningún muelle se arriba si no es gracias al mapa que otro nos dibuja.
Le negué a mi padre lo que yo recibí durante mucho tiempo de los periódicos y revistas. El anzuelo que me enganchaba con un autor, con una corriente musical, con una exposición. Ya no será, ya no fue, lo lamento más por mí que por mi padre; me arrepiento por no haberme concedido la oportunidad, por mezquino, pues a mí no me fue negada la ocasión de mantener una conversación que me interesara, que me enseñara, de la que aprendiera.
Durante los años de mi formación siempre tuve el Inventario de José Emilio Pacheco como guía. Al negocio familiar, Don Pepe, el voceador del puesto de la esquina, traía todos los periódicos y todas las revistas posibles para que mis padres los pudieran prestar a los clientes, desde los que llegaban a las cinco de la mañana buscando un bisquet con natas, hasta las ficheras que acabando el turno en los antros de al lado, se acomodaban en las mesas del fondo para quitarse los zapatos antes de tomarse un café con leche y una estrella o niño envuelto, cualquiera podía tomar el material de lectura. De ahí mismo la familia podía aprovechar los tiempos de descanso entre la hora del desayuno y la de la comida corrida para leer lo que quisiera.
No recuerdo con precisión cuándo comencé a hacer mío el ejemplar de Proceso. Sé que lo primero que buscaba entre sus páginas era la columna de José Emilio Pacheco, el “Inventario” en la sección de cultura, esa conversación de la que aprendí todo lo que hoy me parece entrañable, que me guió a los libros adecuados, que sació la curiosidad despertada por una anécdota, que aportaba elementos a la discusión del tema de la semana.
Porque, primero, la columna de JEP era una ventana amplísima desde la que se podía vislumbrar un campo más amplio que la nota diaria. Como cuando entre la rebambaramba que se levantó tras el asesinato de Manuel Buendía, el “Inventario” se tomó el tiempo de destacar el legado literario de columnista, lo que había aportado al periodismo y cuál era su herencia. O a entender las calcomanías que señalaban que “La corrupción somos todos”, además de una manera sutil y precisión, al tiempo que aparecían esas burlas al lema presidencial, en los textos semanales de José Emilio Pacheco se nos brindaba una antología sobre la novela de la corrupción en la que, sin hacer una sola referencia al presente, quedaba clara la necesidad de recuperar nuestra tradición literaria para identificar el mal que carcomía al gobierno de José López Portillo y así comprender a profundidad un cartón del extraordinario Naranjo, en que se burlaba del presidente por defender el peso como un perro. Lazos, nexos, ligas, periodismo puro. Periodismo cultural, si se quiere poner un apodo, a la fina red que tejía entre la actualidad y la historia que permitían comprender, aprehender, de mejor manera lo que nos estaba ocurriendo como país.
El periodismo es literatura bajo presión, sentenció Fernando Benítez. José Emilio Pacheco lo desarrolló en uno de los Inventarios: “El periodismo podría definirse como literatura practicada bajo presión: las emociones, las circunstancias, la tiranía del reloj aumentan la dificultad de crear con el lenguaje los valores de la exactitud, la brillantez, la eficacia y aun el disfrute estético”. JEP sorteaba todos esos obstáculos, lo conseguía en cada entrega, lo hizo durante toda su vida. Y aún así creo que falta el reconocimiento a esta tarea.
Fácilmente calificamos como genio a quien rabioso se exhibe, estamos acostumbrados a elogiar los altos fuegos, los exabruptos y lo estentóreo como una virtud, no así a quien sin levantar la voz, nos regala la posibilidad de diálogo, con maneras precisas, con gestos tranquilos, sin ufanarse de lo que sabe y brinda en la conversación; el autor del “Inventario” era de esas voces.
No sólo que proporcionara datos para ampliar el conocimiento de la actualidad, la pertinencia del Inventario no está en la recopilación de información que forman una imagen, tampoco en la puntería con que aportaba a la efeméride, aunque cada una de las columnas tuviera esas cualidades. Pienso en el retrato magistral de José Revueltas:
“Cerca de un sitio en que vivió José Revueltas hay un gran eucalipto sobreviviente de una arboleda arrasada por la especulación urbana […] el eucalipto recibe diariamente en su tronco y en el suelo nutricio grandes cantidades de ácidos, aceites, agua sucia. A las pocas semanas de padecer este tratamiento cualquier otro árbol hubiera sucumbido […]. El eucalipto, en cambio, parece beneficiarse con los elementos destructivos. Ignoramos qué precio paga, no sabemos qué ocurre en su interior y en sus raíces; pero, contra todas las teorías químicas y botánicas, contra todas las sustancias negras y grises, el árbol de oro de la vida sigue allí y reverdece […]. Walter Benjamin adivinó a José Revueltas al escribir: ‘Sólo no es es dada la esperanza por aquello que no tienen esperanza’. Contra todas las formas de la muerte se alzará siempre el árbol de la vida”.
En estas líneas hay un ejercicio excepcional de estilo, una simbiosis inmejorable para alcanzar lo que la labor periodística demanda, la oportunidad de la ocasión y el logro de una imagen que detiene con precisión el objeto descrito y lo pone al alcance de la mano del lector que lo hace deseable, ¿quién no querría leer Las evocaciones requeridas de Revueltas tras esa descripción?
El “Inventario” abordaba la actualidad y la efeméride, con balance, y así lo hacía cualquier otro hecho histórico o autor que le interesara compartir, la de José Emilio Pacheco era una generosidad extraordinaria. A través del “Inventario” revelaba la importancia de la Decena Trágica y rescataba la valía de Felipe Ángeles (mucho, mucho tiempo antes de que se volviera el nombre de un aeropuerto con un cerro enfrente); echaba luz ahí donde Martín Luis Guzmán giró el rostro y mostró los claroscuros de quienes participaron en la Soberana Convención de Aguascalientes; lo mismo que procuraba renovar el interés de sus lectores en autores que al volverse clásicos se habían transformado en mamotretos en el estante en espera de la lectura: Lord Byron, Jules Laforgue, Thomas Mann, Ezra Pound, Tolstoi, George Sand, Victor Hugo, Emilio Salgari o el Walter Benjamín no académico, por mencionar algunos; generosidad que se extendía a sus contemporáneos y maestros.
No hay un sólo tipo de Inventario, además de ser la columna periodística que arriesgaba al conocimiento de la novedad, en más de una ocasión se transformó en embudo de decantación:
No conozco una versión superior de la Epistola: in carcere et vinculis, el De Profundis de Oscar Wilde, que la traducción de José Emilio Pacheco, con notas de Cristina y José Emilio Pacheco para Muchnik Editores, edición que se fue decantando a lo largo de varias entregas del “Inventario” en las que se abordó la figura del dandy del Hotel Savoy y preso C33 en la cárcel de Reading.
Lo mismo que las múltiples ocasiones en que José Emilio Pacheco empleó el “Inventario” para compartir sus avances en las varias aproximaciones que hizo de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot, desde los años ochenta, hasta que el tiempo lo alcanzó y, al fin (dicho con resignación) hoy podemos leer ese empeño ya en una edición de Era y El Colegio Nacional.
En el “Inventario” de los ochenta, los cinco versos iniciales fueron presentados así:
El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso estén presentes en el tiempo futuro
Y tal vez al futuro lo contenga el pasado.
Si todo tiempo es un presente eterno
Todo tiempo es irredimible.
En la última versión, el ejercicio quedó así:
El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso estén presentes en el tiempo futuro.
Tal vez a ese futuro lo contenga el pasado.
Si todo tiempo es un presente eterno
Todo tiempo es irredimible.
Ligeros cambios en la puntuación, la eliminación de una letra, una conjunción, una pausa, la búsqueda constante de la traducción que no traicionara ritmo, musicalidad y sentido poéticos.
No se puede olvidar tampoco que “Inventario” fue también laboratorio, cocina abierta. La primera edición de Tarde o temprano en el Fondo de Cultura Económica es de 1980, la conforman los poemas escritos de 1958 a 1978, seis libros: Los elementos de la noche; El reposo del fuego; No me preguntes cómo pasa el tiempo; Irás y no volverás; Islas a la deriva; y Desde entonces; además de unas Aproximaciones, con traducciones de W.H. Auden, Malcolm Lowry, Cavafis, Mallarmé, Rimbaud, William Carlos Williams y una lectura de la Antología Griega. La tercera edición, revisada, corregida y aumentada del 2000, elimina esas Aproximaciones, pero agrega seis libros: Los trabajos del mar; Miro la tierra; Ciudad de la memoria; El silencio de la luna; La arena errante; y Siglo pasado. (Desenlace); los cinco poemas que integran “Live bait” con que cierra Ciudad de la memoria, aparecieron primero en un Inventario. Lo mismo que algunas de las minificciones de La sangre de Medusa y otros cuentos marginales.
En las dos notas de las ediciones de Tarde o temprano, José Emilio Pacheco cita a Paul Valéry, en la primera indica:
“Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras terminadas, sólo obras abandonadas.” En la del 2000 agrega: “Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. Una referencia similar aparece en “Nota: La historia interminable” de La sangre de Medusa, el narrador destaca “la idea de que los textos no están acabados nunca y uno tiene el deber permanente de mitigar su imperfección y seguir corrigiéndose hasta la muerte”, enseguida, el autor se disculpa con un José Emilio Pacheco más joven, con aquel que asistió al taller de Juan José Arreola, le escribe: “Al adolescente que publicó en 1958 la primera Sangre de Medusa le digo: Aquí termina nuestra colaboración. Hice lo que pude. Ahora tú lee estos cuentos desde tu perspectiva irrecuperable y dime qué te parecen. Aún tengo mucho que aprender y de verdad tu juicio me interesa”.
Vocación por lo perfectible, no de la perfección, de a cada revisión ajustar la pieza precisa para lograr un sonido más certero, así la escritura de José Emilio Pacheco, sus novelas, cuentos, poemas. Vuelvo a lo personal, a la primera vez que vi a José Emilio Pacheco fue en el hoy Foro Usigli de la Escuela de Escritores de la Sogem, ahí todos los lunes, José Antonio Alcaraz organizaba encuentros entre los escritores que conocía y los aspirantes que tomaban con él Historia de la cultura; bajo su tirana pedagogía, elegía al alumno que habría de hacer la introducción del invitado, a mí me correspondió hacer una breve antología de los textos de José Emilio Pacheco para que los leyera Marta Aura; al final de la presentación, Pacheco permitió que lo bombardeáramos con preguntas y firmó los ejemplares de sus libros, con vergüenza acerqué mi ejemplar de Tarde o temprano (alguien en la fila me dijo: ¿en serio le vas a dar a firmar eso todo manchado de mole?) y él lo tomó con curiosidad, antes que reprocharme lo ajado del volumen, me indicó que esa edición tenía varias erratas, cuando quieras nos reunimos para corregirlas, de hecho fue a la parte en que estaba No me preguntes cómo pasa el tiempo e hizo la corrección.
Lo mismo hizo cuando le puse delante la tercera edición, revisada, corregida y aumentada del 2000, fue directo a la página 107, Arte poética II está así:
Escribe lo que quieras
Di lo que se antoje:
de todas formas vas a ser condenado
José Emilio tomó mi libro, sin inmutarse por, otra vez, las manchas de mole, las páginas de esquinas dobladas o los post its en ellas, abordó el poema y corrigió:
Escribe lo que quieras
Di lo que se te antoje:
de todas formas vas a ser condenado
Enseguida recorrió las páginas, hasta llegar a la 591, con un corchete señaló que la cita del poema Fin de mundo, de Pablo Neruda:
Fue la edad fría de la guerra.
La edad tranquila del odio.
Era el “Epígrafe del libro, no del poema”, en el margen de esa página escribió la indicación para establecer la errata, no es el epígrafe de “Moda”, esa cita debe anteceder a todos los poemas que integran Siglo pasado (desenlace).
De vuelta al Inventario, los lectores, los alumnos, el otro que nos volvemos al leer a José Emilio Pacheco, desde siempre, hemos solicitado la edición de este invaluable conjunto, conozco a más de un cofrade que guarda en carpeta fotocopias o recortes, pero siempre en espera de que aparezca la edición definitiva. Somos capaces de cargar carpetas rebosantes de inventarios, no nos amilana la idea de 25, 27 o 30 tomos, algo así como las obras completas de Alfonso Reyes, al que, apuesto, más de un lector del Inventario se aventuró a adquirir gracias al impulso de José Emilio Pacheco; quienes sufrimos esa especie de síndrome de Diógenes con los textos de JEP bien sabemos que eso no va a ocurrir, que lo más que podemos tener es la antología en tres tomos publicada por Ediciones Era que hoy nos convoca, que es suficiente, pero no basta.
El autor de obras maestras como Las batallas en el desierto y Morirás lejos, el maduro escritor que ya ha traducido Cómo es de Samuel Beckett, o textos de Walter Benjamin, Marcel Schwob, Tennessee Williams, Harold Pinter, y Truman Capote, entre otros (muletilla indispensable al hablar de su trabajo), el mismo poeta múltiplemente reconocido (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 1968; Premio Xavier Villaurrutia, 1973; Mazatlán de Literatura en 1999; Premio de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde, 2003; Premio Cervantes, 2009; Premio Poetas del Mundo Latino, Víctor Sandoval, 2013…), jamás perdió la oportunidad de corregirse, ese gesto permite reconocer las razones por las que José Emilio Pacheco no se abocó a la tarea de reunir, en vida, sus Inventarios, literatura bajo presión, periodismo cultural en toda su extensión y a cabalidad, porque estaba obsesionado con lo perfectible, antes de abandonar sus textos debía someter al escrutinio el dato preciso, exacto, pertinente, para no errar. Casi estoy convencido de que no veremos esos tanto volúmenes del Inventario, es una tarea titánica, imposible, los tres tomos de la Antología del Inventario editados por Editorial Era, reitero, no bastan, pero son suficientes.
Por la banalización de las artes y la literatura, la reducción de espacios al periodismo cultural es una constante, desaparecen suplementos literarios, secciones completas de cultura son arrasadas por el entretenimiento frívolo, lo que importa ahora, parecen decirnos los editores, es distraer a la audiencia, reducir todo a una imagen, entretenerla con un chisme, la réplica a bote pronto o la explotación del morbo, ya no podemos esperar que alguien retome el bastón que dejó José Emilio Pacheco.
Pero no sólo es que ya no haya espacio en los medios para el periodismo cultural generoso como el de José Emilio Pacheco, con vergüenza reconozco que quienes quedamos no tenemos el empeño, el empuje, la intención de emular lo que él intentó a través de su columna, y que las generaciones siguientes, también lo digo lamentándome, no les interesa ese tipo de generosidad, ansiosos por captar el like de la audiencia y no atrapar al otro con su conversación, están más ocupados en escucharse a sí mismo, en la autorreferencia, en los neologismos que justifican su rampante ignorancia y la constante invención del agua tibia o el hilo negro, ¿para qué tomarse la molestia de cotejar fuentes, ir a libros, buscar discografía, comparar obras, hacer entrevistas o asistir a espectáculos con curiosidad?, para qué si hoy basta el dictum más antiinventario: Yo opino.
Esa frase uroboriana que conecta boca con ombligo, me permite cerrar este amplio paréntesis para volver al personalísimo inicio. Hay algo más que le negué a mi padre, no sólo el acceso al Ulises de James Joyce, desde la tarde que falleció hasta el día en que me lo devolvieron cenizas, no lo pude llorar.
El guisado de lentejas con que compré mi primogenitura fue hacerme responsable de los trámites de velación y cremación, después de todo eso, con la urna entre las manos, regresé a mi casa, con los míos, para comenzar a forjar la memoria de mi padre. En algún momento mi abuelo, me pidió que me relajara, que ya podía descansar, que llorara a mi padre, pero no pude, no llore esos días ni los subsiguientes, tarde años en hacerlo, creo saber por qué, pero esta no es la ocasión para justificarme.
El 26 de enero de 2014, huérfano de padre todavía y con un hijo de dos años que jamás conocerá a su abuelo, mientras trabajaba en mi estudio, escuché la noticia, sin querer creerlo busqué cualquier cosa que desmintiera el hecho, busqué en los noticieros y encontré, hurgué en las redes sociales y confirmé. Recuerdo que bajé hacia la sala sin idea de estar caminando, mi entonces esposa, al pie de las escaleras me recibió con un ¿qué pasa? La abracé y me puse a llorar: Se murió José Emilio Pacheco. Eso me pasó, eso nos pasó, y lloré con una intensidad que no dediqué a mi padre.
Con la muerte de José Emilio Pacheco, el periodismo cultural en México se ha quedado huérfano. Los tres tomos de la antología del Inventario son un consuelo.