Es imposible no comunicar. Aun cuando no se quiera
comunicar, se comunica eso: que no se quiere
comunicar, lo que no deja de ser una comunicación.
Tomado de Paul Watzlawick
A mis alumnos del décimo cuatrimestre de arquitectura por su atenta lectura de una primera versión de este texto, que contribuyó a aclarar algunos puntos no del todo inteligibles en esa versión. Desde luego, soy el único responsable de cualquier ilegibilidad.
En esta ocasión me propongo ofrecer a mis lectores algunas ideas que puedan utilizar para su autodefensa intelectual. El incentivo para formular esa propuesta es un hecho evidente en los tiempos actuales: recibimos grandes cuantías de información sobre la vida pública del país. Somos una sociedad saturada por cúmulos de noticias y puntos de vista que, desde mi perspectiva, son, con raras excepciones, ambiguos, difusos y en buen número de casos contradictorios. Redes sociales, prensa, radio y televisión nos abruman con informaciones que, en ocasiones, relatan de modos distintos la misma situación. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo establecer una línea de demarcación entre lo creíble y aquello lo que no lo es? Confío en que los conceptos expuestos en el cuerpo de este artículo sean una respuesta aceptable a la pregunta formulada en el párrafo previo.
Con el propósito de fundamentar mis argumentos recurro a las proposiciones de dos pensadores ilustres. El primero de ellos es Bertrand Russell. El versátil pensador inglés observó que los seres humanos estamos muy bien dotados para entender los asuntos de complejidad promedio. Añadió que aquellos muy simples o aquellos muy complicados se nos escapan. Formuló este dictamen a raíz de un hecho notable: en los últimos años del siglo XIX, el eminente lógico Gottlob Frege, finalmente había establecido la definición precisa lo que es el “simple” concepto de “número”. Este logro intelectual ocurre después de que la humanidad había usado los números desde tiempos inmemoriales, sin haber sabido qué es lo que eran desde un punto de vista ajustado al rigor lógico.
El otro pensador ilustre es Sigmund Freud. Freud postuló la existencia del inconsciente. (Antes se le llamaba subconsciente). Se dice que en una ocasión se le pidió que definiera lo más escuetamente posible cuál era el propósito del sicoanálisis. Freud dijo: Volver consciente lo inconsciente. Ahora bien, es evidente que el inconsciente existe. Por ejemplo, somos conscientes de que pensamos, pero no tenemos conciencia de los procesos mentales que generan el pensamiento.
¿Y qué tienen que ver estas observaciones con el tema que da título a este artículo? Pues el hecho de la comunicación de nuestros pensamientos nos es tan connatural que nos parece muy simple. Por consiguiente, no solemos considerarla como un asunto que merezca una reflexión consciente. Y proceder así es, como veremos, una actitud que favorece la creación de conflictos conductuales tanto en el ámbito individual como en el ámbito social. En el último caso, el estado de la opinión pública en nuestro país confirma esa apreciación.
Con el propósito de subsanar esas situaciones conflictivas, algunos especialistas en la materia se han negado a aceptar la aparente simplicidad de la comunicación y han tratado de entender y explicar su extraordinaria complejidad. Sobre todo, han tratado de desentrañar la influencia que ejercen los ingredientes inconscientes implícitos en los intercambios comunicativos. Con esa intención se han ocupado en tratar de hacer consciente, siguiendo la idea de Freud, lo que resulta inconsciente o cuasi inconsciente en los modos de intercambiar pensamientos.
Para ofrecer una idea de lo que se ha hecho en ese tema, en lo que sigue expongo algunos conceptos que debo a Bernhard Porksen y Friedemann Schulz Von Thun, especialistas alemanes en el objeto de interés de este escrito. (Los leí, por supuesto, en una traducción al español). Según los académicos citados, todo proceso comunicativo conlleva cuatro ingredientes que ellos llaman “el cuadrado de la comunicación”. Esos ingredientes son: el contenido, la automanifestación, la relación y la incitación.
Para ilustrar el concepto anterior emplean el siguiente ejemplo de la vida cotidiana: viajan un hombre y una mujer en un coche. El hombre, que ocupa el asiento al lado de la mujer que conduce, dice: “el semáforo allá adelante está en verde”. La semántica natural de esa comunicación es lo que nuestros autores denominan el contenido. Se trata de una afirmación verificable y corresponde a un estado del mundo exterior a los interlocutores. Puede ser verdad o mentira según corresponda o no al hecho descrito por el interlocutor que lo afirma. Pero, por otra parte, simultáneamente, de una manera mucho menos explícita, el hombre está automanifestándose, es decir, revela con su dicho algo sobre sí mismo: su expresión puede conllevar el significado: “tengo prisa”. Cuando se emplea el ingrediente relacional es posible que el hombre esté cuestionando la capacidad de conducir de su compañera. Y, finalmente, la incitación podría corresponder a la sugerencia de que la mujer manejase más aprisa. Pero todos estos ingredientes están imbricados en forma simultánea en la comunicación y, salvo el contenido, propenden a manifestar su significado de modo no del todo consciente.
En forma simétrica, quien escucha puede responder respecto a alguno de los ingredientes imbricados en el proceso comunicativo en que está involucrado. Y entonces ocurre algo verdaderamente relevante: en función de la recepción que el oyente dispense a un determinado ingrediente de la comunicación es que responderá. Por lo tanto, esa respuesta va a determinar la orientación subsiguiente que asumirán las comunicaciones y por ende las consecuentes interacciones conductuales entre los interlocutores. Si el oyente se refiere al ingrediente relacional, es decir, si entiende que se le está reclamando por su actuación, contestará de un modo distinto al que emplearía si el ingrediente al que atendiera hubiese sido el contenido. En el caso del ejemplo considerado, el dicho: “el semáforo allá adelante está en verde” puede ser entendido como una crítica a la capacidad de conducir de la persona que va al volante. “Ya lo vi; ¿crees que estoy ciega”? pudiera ser su respuesta. Si respondiese al contenido, entonces podría haber dicho: “muchas gracias; que bueno que me avisaste” Debe quedar claro que las distintas respuestas conducirían a pautas de interacción conductual diferentes.
Paso ahora a algunas conjeturas propias. En primer lugar, creo que en la medida en que se preste una mayor atención al ingrediente contenido, la comunicación será más neutral desde el punto de vista de la creación de conflictos. La referencia al contenido tiende a favorecer el entendimiento. Esto, siempre que los otros ingredientes no sesguen su sentido. Este ingrediente tiene otra virtud: puede ser constatable.
Por otra parte, si la comunicación tiene un alto contenido del ingrediente auto manifestación sugerirá a una persona narcisista interesada en mostrar características de su propia individualidad. El ingrediente relacional indicará que quien emite la comunicación es una persona interesada en conocer su posición en el orden social respecto al que ocupa su interlocutor. El ingrediente incitación revela lo que el emisor de la comunicación pretende que haga quien recibe su comunicación.
Ahora intentaremos establecer, siquiera de manera esquemática, la línea de demarcación entre lo aceptable y lo que no lo es en materia de comunicación.
Si se tiene interés en una comunicación determinada en el ámbito de la opinión pública hay que esforzarse en clarificar las proporciones en que intervienen los ingredientes que la componen. Si la proporción mayor corresponde al ingrediente contenido, la comunicación es candidata a ser aceptable. Si la proporción mayor corresponde a los otros ingredientes, la comunicación tenderá a crear conflictos debido a su carácter no plenamente consciente, toda vez que esa condición suele dar lugar a interpretaciones equívocas acerca del significado que se pretende transmitir. Es cierto que puede atenuarse este riesgo con el uso de la metacomunicación, es decir, la comunicación sobre la propia comunicación. En el ejemplo citado antes, si previamente a considerar un reclamo la afirmación: “el semáforo allá adelante está en verde”, se pidiera aclarar qué se ha querido decir, es posible que se atenuase su eventual efecto conflictivo.
Para terminar: a pesar de aceptarla como connatural a nuestra vida y como algo en apariencia muy simple, la comunicación entre humanos es de una extraordinaria complejidad. Todo proceso comunicativo comporta distintos ingredientes que se expresan en forma simultánea y una buena parte de ellos, además, se manifiesta de manera inconsciente. Si queremos entender los comunicados que recibimos es necesario hacer un buen esfuerzo para interpretar, en términos conscientes, la multiplicidad de los ingredientes que se imbrican en ellos. Las condiciones anteriores explican, según creo, la dificultad de entenderse. Por supuesto: el asunto de la comunicación humana es mucho más complejo de lo que he podido comentar; entender a cabalidad el significado de una comunicación no es, sin duda, una tarea fácil.
Es claro que no sólo la comunicación deficiente o distorsionada es la fuente de conflictos entre los humanos: los intereses creados, las aspiraciones al poder, la pobreza, la enfermedad confluyen, entre otros avatares, a la creación de desencuentros. Pero la comunicación es transversal a todas esas situaciones; todos ellas se exteriorizan mediante procesos comunicativos. De ahí la relevancia de una comunicación consciente para una vida social razonablemente confortable.