Cuando Darwin planteó la idea de la selección natural había dado apenas unos cuantos pasos que, de manera conjunta se antojan bastante obvios, pero que requirió de todo su ingenio y los estudios de más de tres décadas. Unidas las influencias de Smith (que podía haber sistemas complejos autorregulándose), de Lyell (que el gradualismo daba lugar a tiempo suficiente para la selección rica en varianza) y de Malthus (que siempre habría una competencia por los recursos en las poblaciones), Darwin desafío el status quo al invertir las intuiciones lamarckistas: no era que los seres vivos se esforzaran por transformarse, sino que se seleccionaban rasgos ya existentes y se iban reafirmando (fijación alélica, decimos hoy): Darwin comprendió que no había mecanismos posibles para explicar cómo un pez atrofia su vista y da paso a generaciones nuevas en las zonas abisales que son ciegas. Hoy sabemos que es al revés: son los ciegos que ya estaban en la tasa de varianza los que se reproducen con más éxito.
Esta contraintuición nos llevó a entender que el mecanismo pensado hasta ese momento estaba al revés, aunque fuera más intuitivo: no crecieron los cuellos de las jirafas, se seleccionaron sólo las de cuello largo, y el rasgo se fue fijando. El rasgo pues, es una característica que está en permanente tensión, cuando resulte útil se seleccionará a favor y cuando no, en contra. Pero ello llevó a los científicos evolutistas a una nueva pregunta: ¿podrán seleccionarse también comportamientos? Durante mucho tiempo el mecanismo comportamental fue un enigma. Hoy, con los avances del código genético podemos rastrear la relación de genes, genes hox y cromosomas que parecen albergar “comportamiento”. ¿Cómo lo logran? Una respuesta racional es pensar en qué lo hacen a través de “algoritmos”. Algoritmos que nosotros no podemos ver pero encontramos razones suficientes al relacionar comportamientos dados con marcadores genéticos. Además, por supuesto de que el experimento mental funciona muy bien.
Hace unas décadas existió una secta en Estados Unidos cuyo uno de sus preceptos era no tener descendencia. No es sorprendente que la secta se haya extinguido apenas unos lustros después. Imaginemos que hay un grupo de personas que por azares genéticos tienen una tendencia al celibato. El algoritmo es “no tengas sexo”. Mientras otro grupo tiene un algoritmo tipo “ten tanto sexo como puedas”. Evidentemente el primer grupo no dejará descendencia, con lo que el rasgo se habrá contraseleccionado. De esta manera podemos determinar que hay rasgos que se contraseleccionan en sí mismos y rasgos que prosperan. Hoy nos gusta lo dulce porque somos hijos de las generaciones que comían miel, aquellos individuos que encontraban más atractiva la belladona, se intuye, nula descendencia habrán dejado.
Algunos algoritmos que claramente se seleccionaron fueron: come tantos azúcares y grasas como puedas. En la escasez de la sabana africana esto representaba un atascón, supongamos, de una docena de manzanas. Esto está por debajo en grasa y azúcares a un mctrio. El peligro de estos algoritmos es que aún permanecen en nosotros pero han sido hackeados por la realidad. Mientras nuestros cuerpos quieren comer tanto como pueden hemos hecho comida hipercalórica. Una cosa importante de conocer estos algoritmos y su fijación es entendernos y establecer mejores estrategias para contrarrestar nuestros impulsos. La formación en biología debe suponer una estrategia urgente para entender rasgos que siguen estando presenten en nosotros, cerebros de la edad de piedra. Aceptar nuestra animalidad nos hará enfrentar esa programación para volvernos humanos más funcionales.
/Aguascalientesplural | @alexzuniga | TT CIENCIA APLICADA