De todas las palabras de desmesura, de esas tendencias que corrompen el juicio, quizá la menos peligrosa en nuestra vida teórica y práctica sea aquella a la que aludimos con el término “esteticismo”.
El juicio que irrumpe cuando se predica “esteticismo”. “Esteticista” hace referencia a la tendencia sectaria a creer, desear, sentir, evaluar o actuar en relación con el arte con una complacencia desproporcionada. Por eso mismo, esos excesos injustificados llevan a desconocer algunas propiedades del arte y a confundir muchas de sus relaciones con el resto de las otras creencias, deseos, sentimientos, valores y acciones. Un indicativo -quizá un consejo o una advertencia- se encuentra al inicio de Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso: “La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas”.
El esteticismo práctico es una actitud, y sus representantes suelen ser aquellos que producen arte. Se trata del esteticismo frecuente en muchos músicos, escritores, escultores, pintores…, un modo de romper la cultura y simplemente reafirmar un pedazo de la experiencia, una manera de pensar, sentir, actuar sin que preocupe demasiado qué hacen los demás. Es posible ofrecer varios ejemplos característicos de esteticismo práctico: Wilde (“no hay buenos y malos libros, sólo libros bien escritos o mal escritos”) o, en América Latina, Salvador Novo, quienes en algunos momentos de sus respectivas vidas, declararon que las moldeaban de acuerdo con valores puramente estéticos. Este tipo de esteticismo, en otras palabras, quiere hacer de la vida “una obra de arte”, a costa, si es necesario, de otros deberes y obligaciones: esquivando, pues, cualquier responsabilidad que no sea la del gusto del sujeto. También podemos hablar de esteticismo práctico cuando el sujeto subordina todas sus acciones, decisiones, creencias, deseos, expectativas…, ya no a una actitud ante la vida, sino ante la labor artística y creadora. Ejemplos hay muchos. Uno ficticio nos lo brinda Javier Cercas en su novela El móvil (“Había subordinado su vida a la literatura; todas sus amistades, intereses, ambiciones, posibilidades de mejora laboral o económica, sus salidas nocturnas o diurnas se habían visto relegadas en beneficio de aquélla. Desdeñaba todo lo que no constituyese un estímulo para su labor”).
En el ámbito filosófico, existen reflexiones interesantes en Kierkegaard que dan cuenta del esteticismo práctico como actitud ante la vida. En primer lugar, para Kierkegaard existen tres estadios en la vida: el estético (caracterizado por Don Juan, la musicalidad y el amor sin compromisos de ningún tipo), el ético (caracterizado por el matrimonio y la ética de corte kantiano), y el religioso (caracterizado por Abraham, el caballero de la fe). En sus primeras obras, Kierkegaard piensa el estadio y la vida estéticos en contraposición con los estadios éticos y religiosos, esferas de la existencia, formas de vida que se generan a partir de decisiones últimas. La vida estética para Kierkegaard se caracteriza, básicamente, por el regodeo de los sentidos, por la sensualidad inmediata y, cuando ésta se frustra, por la desesperación. Ahora, dentro del mismo estadio estético, existen tres estadios (siguiendo un poco la metodología de las tríadas hegelianas), representados por personajes de ópera.
Por otra parte, encontramos un esteticismo doctrinario cuando éste se vuelve una teorización más o menos articulada. Esto sucede en pensadores románticos del tipo de Schelling, para quienes el arte constituye la revelación de lo Absoluto. En Schelling la creación artística es la genuina reflexión; así, por el hecho de poder reconciliar o superar los dualismos y oposiciones de la filosofía (especialmente, de la filosofía de Kant), el arte debe ser “el órgano general de la filosofía”. Más aún, al arte, reconciliando al yo con la naturaleza, es absoluta libertad y absoluta originalidad, o sea, continuación, en especial a través del genio, de la actividad creadora de Dios (o como dirá Rubén Darío, recogiendo la tradición varias veces milenaria de la que también Schelling se hace eco, los poetas son “pararrayos celestes”). Este esteticismo, que propone el valor artístico como el valor superior, también puede denominarse “esteticismo sustantivo”.
Vale la pena tener cuidado con la distinción propuesta entre un esteticismo como actitud y un esteticismo sustantivo. Muchas veces algunos practicantes del esteticismo como actitud, en apariencia al menos, suelen resbalar sin mayores tropiezos hacia el esteticismo sustantivo. Después de todo, las actitudes, las conductas, ¿acaso no se respaldan en creencias? ¿Qué tiene de raro que un artista quiera formular, y hasta más o menos sistematizar esas creencias? Quizá por eso suelen agruparse ambas clases de esteticismo bajo títulos como la “religión del arte” y, también, el “arte como religión”: una manera de postular que las formas de vida, los valores y las exploraciones estéticas predominan sobre cualquier otro valor y cualquier otra exploración. A partir de esta postura, no se reconoce ninguna restricción -científica, técnica, moral, política…- a tales valores y exploraciones. En variantes más cautelosas de esta misma ruta de pensamiento se proclama la poética del arte por el arte.
Por otra parte, tal vez no sea inútil señalar que la celebrada poética del arte por al arte, si bien puede configurar un ejemplo de esteticismo como actitud o de esteticismo sustantivo, en muchos artistas no necesariamente implica la obligación de tener al arte como religión. Más bien, a menudo se trata de una intervención polémica en defensa de la libertad de creación, algo así como la declaración de independencia en contra de todo proyecto de subordinar el arte y sus creadores a los predicamentos de un credo preestablecido, sea éste el discurso -piadoso u oportunista- de alguna administración, iglesia o partido político.
Por último el esteticismo retórico. Éste está representado fundamentalmente por los pensadores que se autodenominan “deconstruccionistas” (Paul de Man y Jacques Derrida), para los cuales los conceptos de razón y verdad se describen como meros dispositivos de poder, y sólo importan en la medida en que con tales instrumentos se ejerce poder. Tanto en Derrida como en De Man no se tiene ya en cuenta ninguna tipología de lecturas. El deconstruccionista pone en marcha vastos mecanismos de homogeneización: la operación de leer se reduce a leer de modo itinerante. Así, la lectura en general se coloniza a partir de los patrones de la lectura propia de los textos literarios. De ahí que en cualquier lectura, el deconstruccionista se limite a perseguir la diseminación de los signos sin preocuparse en ningún caso de sus referentes. De este modo, al reducirse la relación entre el lenguaje y el mundo a un proceso de metaforización, muy pronto se desemboca en lo que Carlos Thiebaut llama “holismo trópico”: totalismo de los significados reducidos a figuras del lenguaje -tropos- que meramente se vinculan sin que importen los referentes en el mundo. El deconstruccionista postula significados sin referentes, significados, pues, sin amarre alguno con las realidades de que hablan. No sin patetismo se nos arroja a esa peculiar intemperie -esa falta de mundo- que radica en la deriva de los significados cuando se los castra de cualquier apoyo referencial.
* El Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM acaba de publicar Patologías del juicio. Un ensayo sobre literatura, moral y estética nómada de Carlos Pereda. En este ensayo brillante, lúcido e imaginativo, Pereda atiende a dos patologías del juicio: el moralismo y el esteticismo, y a sus vínculos. Un libro imperdible para todas las personas interesadas en el arte, la estética y sus vínculos con la moral.
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