The thrill is gone away from me.
Although, I’ll still live on,
but so lonely I’ll be….
Thrill is gone, B. B. King
El diecinueve de septiembre está grabado en la memoria colectiva de nuestro país como una efeméride catastrófica. Los dos sismos que han acaecido en esa fecha, en 1985 y 2017 nos han dejado lecciones y ha permitido vernos a nosotros mismos, en plena desnudez, con nuestras luces y sombras. La efeméride sirve para hacer un repaso del impacto que nos han dejado los siniestros.
En principio, los sismos han revelado que podemos ser un pueblo rapaz, que abusa de la necesidad ajena para el beneficio inmoral de algunos pillos; pero que, también, esta rapacidad escala hasta la autoridad, luego de que no todas las construcciones de casas, edificios, y demás inmuebles, se han hecho de manera reglamentaria. Sea con permisos apócrifos, o de plano sin autorizaciones de construcción; con materiales de baja calidad; con diseños estructurales deficientes, o incluso sin éstos; con alteraciones en las supervisiones de obra; con pequeñas y grandes triquiñuelas que han sido posibles gracias a la corrupción, o a la omisión de la autoridad (voluntaria o no), que propició desastres, y personas heridas o muertas. La corrupción y la omisión de la autoridad matan, no sólo metafóricamente, sino en una desgarradora literalidad.
En el anverso, la solidaridad social ha emergido como un estandarte de quiénes somos ante la tragedia. Tanto en el sismo de 1985, cuando la propia sociedad civil se organizó de manera autónoma e independiente de la autoridad, para rescatar, albergar, y atender a las personas en desgracia (originando movimientos sociales que aceleraron la alternancia política y la formación de organizaciones sociales indispensables en las democracias); como en el sismo de 2017, cuando la propia gente organizó colectas, brigadas, albergues, y dio seguimiento a las acciones oficiales de protección civil para la atención de víctimas. Si la corrupción mata, la comunidad salva, y -ante el desastre- nos hemos levantado en comunidad.
Así, el diecinueve de septiembre nos significa nuestro propio claroscuro: el de la mezquindad y la rapiña, de la corrupción y la pésima ejecución de los desarrollos urbanos; pero también el de la solidaridad, del acompañamiento empático con las víctimas, de la preocupación por los otros, de las redes de apoyo que nos hacen ser comunidad. Sobre esta dualidad que nos integra, debemos aprender ¿qué aspectos de nosotros mismos nos es conveniente fortalecer, y cuáles -necesariamente- erradicar? ¿Qué mecanismos de transmisión de valores son idóneos para inculcar en las generaciones jóvenes estos aspectos positivos? ¿Cómo lograr que los anti valores sean percibidos (y rechazados) por los próximos adultos que tomarán decisiones comunitarias?
Más allá de esas preguntas, otro deber que nos compete comunitariamente es el de cuestionarnos la forma en la que habitamos nuestro entorno. Depredamos nuestro hábitat y luego nos quejamos de la consecuencia. Posicionarnos como colectivo sobre la forma en la que queremos habitar el mundo, también es una responsabilidad, y es doble: desde la postura individual, y desde el empuje comunitario de la postura estructural. No basta con “cambiar ni propio metro cuadrado”, eso sólo es un paliativo de la propia conciencia ante el desastre; por ello, en extensión, es necesario que no sólo más personas cambien su metro cuadrado, sino que -además- se entienda la perspectiva sistémica: y sí, tiene que ver con el capitalismo, con el individualismo hedonista, con la dinámica de consumo, con la noción de éxito económico o político como aspiraciones mayores, con la matriz de inequidades que vivimos a diario pero de la que no solemos discutir a fondo.
Que sea esta efeméride el pretexto propicio para revisarnos, para consultar la brújula, y para reorientar el rumbo, en los individuos y en los colectivos. La muerte de miles de mexicanos, la pérdida y el desamparo de millones, deberían ser motivo suficiente.
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