A principios de 1800 una persona con salario promedio debía trabajar seis horas para poder tener una hora extra de luz: comprar una vela que le permitiera leer luego de caer la noche. En la actualidad una persona con salario promedio requiere menos de un segundo de trabajo para pagar esa hora extra de luz. Son muchos los indicadores de que estamos en la mejor época posible para vivir, si vemos números fríos. Esto ha sido posible, y es común que se señale así, por el libre mercado. El capitalismo ha permitido una prosperidad que nunca antes habíamos visto en la humanidad. Mejor esperanza de vida y posibilidades de esparcimiento: bienestar mucho más allá de la mera supervivencia. En el sentido más austero, el capitalismo es un fenómeno fascinante: un sistema que se autorregula a sí mismo y que, de hecho, en teoría, siempre será menos eficiente si alguien intenta intervenir en él.
A mí me gusta usar el caso del precio de los tacos: ¿cómo calcularía un taquero cuánto debe dar un taco promedio? -no es particularmente grande, ni particularmente ostentoso, ni tiene añadido nada fuera de lo normal para un taco promedio-: la primera respuesta que suele venir a la mente es que el taquero debe hacer cuentas del precio de la tortilla, la carne, la verdura. Quieres se ponen más exigentes empiezan a pensar en prorratear la servilletas, el aceite, la sal, los limones. Pocos llegarán a la tabla, el gas, los salarios de los empleados, las cofias, los cuchillos. Ese camino es imposible o, al menos, absurdo. Es verdad que el precio de un producto es información, pero no se desentraña de esa manera sino por selección: los tacos promedio cuestan lo que los demás cuestan. La selección del propio sistema ha elegido a los que pueden costearse. Un precio es como un barco que llega a un puerto nuevo. Los barcos se copiaron en forma porque los que salieron de la normalidad se hundieron o jamás navegaron.
Así, pues, el capitalismo es fascinante porque puede generar cosas tan complejas como poner un precio por sí mismo. Laissez faire, laissez passer, reza el dicho francés: dejen que suceda, dejen que pase. Para la mayoría de los capitalistas a ultranza este principio es sagrado: cualquier intervención en el mercado empeorará su rendimiento. Darwin quedó fascinado con la idea de Smith y fue una aportación indudable para la teoría de la selección natural. Había encontrado un sistema complejo que se autorregulaba. Sin embargo, pensó que Smith estaba equivocado en algo: sus estructura funcionaba para la naturaleza que era “ciega”, pero los humanos no podríamos dejar que el sistema funcionara sin intervención: tarde o temprano pondríamos límites movidos por nuestro sentido moral.
La historia, sin embargo, tiene otro giro: justamente la selección natural probó las bondades de la des-estructuración. Las especies se vuelven más aptas en varianza, con ello riqueza de características y estrategias, conforme más abiertas son al intercambio e hibridaje. Visto en retrospectiva histórica y con alcance global es irrefutable: los idiomas se enriquecieron con otros idiomas, las culturas se enriquecieron con otras culturas. Las civilizaciones con tendencia ostracista o que quedaron aisladas no sólo progresaron menos, sino que tuvieron retrocesos tecnológicos después de aislarse. Parte del evidente éxito del capitalismo no radica sólo en su no intervención, sino también en su globalización.
Los mercados se volvieron más eficientes conforme la competencia se volvió global. Por muchísimas razones es sensato que así sea. Un país petrolero (siempre que se adecue a procesos capitalistas de producción) tendrá petróleo más barato y podrá intercambiar ese bien en el mercado con países que produzcan más eficientemente maderas, por ejemplo. Y no sólo aplica a riquezas naturales sino a vocación propia de países a procesos culturales.
El capitalismo, pues, demuestra que funciona idealmente sin intervención y que se fortalece con una apertura global: entre más participantes haya, mejor será el resultado final. Pero Darwin creía que no funcionaría como Smith pensaba porque terminaríamos interviniendo moralmente. El debate sobre el intervencionismo es que esto hace, a la larga, que el mercado sea menos eficiente. Yo, sin embargo, creo que deberíamos intervenir. Darwin lo anticipaba, aunque no queda muy claro si lo deseaba. Para mí, no tenemos por qué rendirnos ante la mano invisible y podemos poner topes cuando esto sea necesario en función del bienestar común.
Pienso sin embargo en una solución meramente darwinista: el mercado, a diferencia de la naturaleza, no produce por sí mismo: la varianza biológica produce los competidores, la selección natural elige a los ganadores. De la misma forma, el mercado selecciona a las ideas ganadoras, pero no las produce por sí mismo. Entre mayor riqueza de ideas exista, mejores y más eficientes soluciones tendrá el mercado. Sólo por ello, considero importante la intervención, en favor del propio capitalismo. ¿Cuántos miles de millones de personas están realmente es posición de ser escuchadas por la industria mundial? La intervención a favor del piso parejo en este sentido no es un asunto meramente moral sino pragmático: si aportamos a que los ahora miles de millones de pobres en el mundo puedan tener una vida de bienestar (que a todas luces es matemáticamente posible dado el dinero existente), tendremos más ideas disponibles para la competencia y la selección. La intervención moral, al darse en el campo de la distribución de riqueza, no interfiere en el mercado sino de manera positiva, genera más jugadores y más estrategias para la nueva generación de riqueza. Esto lo consigue el modelo de la socialdemocracia: generar riqueza como capitalistas y distribuirla como socialistas, esto en función de tener más jugadores, de hacer mejor el juego.
/Aguascalientesplural | @alexzuniga | TT CIENCIA APLICADA