Hace unos años conocí a una mujer ya bien entrada en años, que pedía limosna fuera del banco en la Avenida Madero, frente a la Plaza Principal. Me contó que aunque sus hijos ya estaban grandes, ella decidió seguir en largas jornadas fuera de aquel banco para poder brindarles a los cuatro educación universitaria (en ese momento coincidían tres en la casa de estudios). Por muchos años me he preguntado si el esfuerzo de aquella mujer valía la pena. ¿Tiene sentido que una prioridad casi obsesiva de los padres sea mandar a los hijos a la universidad?
Cierto es que si la universidad fuera gratuita el problema parecería desaparecer, aunque más allá del dinero de transporte y materiales, el propio tiempo dedicado es ya una inversión y una apuesta. De cualquier forma vale incluso la pena preguntarnos si la educación superior debería ser una provisión obligatoria del gobierno. ¿Debería el estado subsidiar indiscriminadamente a cualquier persona que decidiera ir a la universidad, independientemente de sus capacidades?
La noción de progresividad y la posibilidad de movilidad social debería al menos llevarnos a asegurar que nadie que lo desee, por motivos económicos, deba resignarse a no cursar estudios superiores, sin que eso implique evidentemente que deba ser una obligación generalizada del gobierno su gratuidad. Debemos también aquí preguntarnos si la universidad funciona como un logro de autorrealización, de mero amor por el conocimiento, o es un garante de movilidad social, no es infrecuente el pensamiento de que la universidad es “la mejor inversión”. A nadie le será extraña la noción de las y los diferentes profesionistas que, tras haber conseguido su título, se dedican más a bien a actividades ajenas a sus estudios: manejar un taxi, hacer comercio, emprender negocios lejanos a su área de conocimiento.
Vista como garante de bienestar económico, la universidad podría ser una paradoja: hemos sobrecargado el ecosistema, con un superávit de profesionistas que, irónicamente, terminan abaratando su propio servicio en el mercado. Sobretodo cuando las carreras se estudian bajo esa noción de “inversión”: todas y todos quieren la más redituable, lo cual genera la superpoblación en el área. Por otro lado, está el asunto del mercado externo pidiendo profesionistas. Esto tiene cierto sentido, pues generamos información que las universidades deben saber leer para la generación de profesionales: era evidente que a finales de los 80, por ejemplo, informática y programación fueran carreras boyantes: necesitábamos hombres y mujeres que aprovecharan todas las puertas que abrían las nuevas tecnologías. Sin embargo, a cierto nivel es también digno de reflexión qué tanta injerencia debe tener el mercado y sobretodo directamente las empresas en la formación profesional. Esto debido a que, sin restricciones, veremos el fenómeno de currículos creándose con base en necesidades específicas (y más aún súper especializadas) antes que con criterios meramente académicos, lo que genera estructuración, escasez de varianza. Dada la necesidad de mano de obra especializada, deberían ser los grandes consorcios quienes conviertan con el estado para la específica capacitación de su futura mano de obra. En ese aspecto el trabajo técnico podría concentrarse en educación terciaria, más que en formación universitaria.
La obsesión por un título universitario, incluso para aspectos técnicos, ha generado otra paradoja: durante mucho tiempo se decía que el título de preparatoria “ya no servía para nada”. Hoy no es raro escuchar esta referencia para una licenciatura, “se necesita un posgrado”. La especialización técnica tiene naturaleza harto distinta a la generación de conocimiento por investigación. También es justo decir que esa idea de que “ya todo mundo va a la universidad” es una falsa generalización sesgada por el círculo de clase media.
Como sea, valdría la pena replantearnos nuestra relación con la universidad. Reivindicar los estudios técnicos, los oficios, la posibilidad de capacitación específica, la inversión de las trasnacionales en las universidades del estado, la obligatoriedad de éste para con sus ciudadanas y ciudadanos respecto al derecho al estudio, la forma en que garantizamos meritocracia y filtros para que ese subsidio se utilice eficientemente en quienes tengan tanto habilidades como pasión por aprender. ¿Es el conocimiento por el mero amor al conocimiento un derecho y una obligación de gobierno para con la ciudadanía? No son pocas las preguntas que debemos plantearnos. Pero de cara a la situación actual, vale la pena hacerlas.
/Aguascalientesplural | @alexzuniga | TT CIENCIA APLICADA