El lunes de la semana pasada, Gibrán Ramírez, acólito de la tetratransformación mexicana, comentócrata estrella en algunos programas de debate y maromero de las ocurrencias presidenciales, publicó el artículo “Sobre la depresión y el monstruo farmacéutico” en el diario Milenio. El texto debería sorprender a más de alguno de sus lectores habituales. El politólogo y docente de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM se zambulle de cuerpo completo fuera de su área de experticia (si es que tiene alguna, dado que no cree en la noción misma de ‘experto’) y propaga ciertas ideas que merecen al menos algunas líneas de evaluación.
La tesis de Ramírez sobre un problema complejo puede expresarse de manera elemental y sencilla. El relato habitual sobre la depresión es falso: “No hay en la química ni en los circuitos cerebrales una condición orgánica que origine la depresión (…) La efectividad de los antidepresivos, por su parte, está también en cuestión. Funcionan muy poco más que los placebos, a veces ni eso”. Así, para el politólogo no se trata de un relato químico el que está detrás de una explicación adecuada de la depresión, sino uno biopsicosocial. De esta forma, la depresión, palabras más palabras menos, no sería una enfermedad con causas químicas bien definidas, cuyo tratamiento deba atacar dichas causas, sino un padecimiento ligado a “la pérdida del sentido, a la soledad, y las pérdidas del respeto y el estatus (yo diría la dignidad)”. Para Ramírez, parece que el fenómeno debería ser estudiado más bien por las ciencias sociales que por la medicina. Gibrán termina sus profundas y breves disquisiciones sobre la depresión señalando al culpable de que las personas creamos ese crudo y cientista relato químico: “Pese a toda la evidencia, el oligopolio farmacéutico promueve la actual concepción de la depresión -y la ansiedad, males que vienen ambos juntos muchas veces-, por la razón simple de que se trata de un negocio de miles de millones de dólares, que puede corromper científicos y publicar selectivamente los estudios que les favorecen”.
El argumento de Gibrán es, y debemos agradecerle, claro y breve: hay un relato científico (químico) sobre la depresión que la concibe como una enfermedad con causas químicas bien definidas, dicho relato es falso y ha sido defendido y propagado por el oligopolio farmacéutico. Por el contrario, el relato adecuado sobre el padecimiento debería atender sólo a otros factores, en particular la pérdida de dignidad.
En primer lugar, la única fuente de Ramírez es Lost Connections (2018) de Johann Hari, un libro de divulgación sobre las causas del padecimiento, cuyo mérito considera que es “ordenar mucho conocimiento disperso, narrándolo de una forma amigable al gran público”. Como él mismo parece aceptar, el texto de Hari ofrece una concepción no estándar ni ortodoxa de la depresión y sus causas. Las referencias adicionales no fueron directamente consultadas por nuestro politólogo tetratransformado favorito, sino que provienen de la única fuente consultada. Tampoco nos ofrece en su breve columna una razón para considerar a Hari un especialista que merezca nuestra confianza. Tampoco ofrece datos que respalden que la comunidad científica acepta su perspectiva. Por último, parece considerar que los factores ambientales que analiza Hari son las verdaderas (y únicas) causas de la depresión y no sus correlatos fisicoquímicos. De este modo, como argumento de autoridad es uno malo. Por tanto, la columna de Gibrán, si bien le va, no es más que una reseña tendenciosa de un libro de divulgación de la que desea extraer lecciones políticas (¡comencemos a temblar!).
Es en este punto en el que por último me gustaría detenerme. Ramírez ofrece un relato peligroso en varios sentidos. Por una parte, lee mal la ciencia. La perspectiva de Hari no es una que busque suplantar un relato fisicoquímico por uno biopsicosocial. Hari no niega que exista un correlato fisicoquímico que, dados ciertos factores ambientales, cauce la depresión y la ansiedad asociada a la misma. Por tanto, la depresión sí es un padecimiento fisicoquímico que, como casi cualquier padecimiento, se desencadena y se potencia por factores ambientales. Ramírez es ambiguo por ignorancia, pues, aunque habla de relatos excluyentes y de un relato falso, considera que hay, “si acaso, una disposición genética que tiene que ser detonada por el ambiente”. Esta ambigüedad fruto de su ignorancia resulta peligrosa porque implica pragmáticamente (o insinúa) que las enfermedades mentales (en este caso la depresión y la ansiedad asociada a ella) requieren una explicación y un tratamiento biopsicosocial y no uno fisicoquímico. Es aquí donde nuestro comentócrata sabelotodo contribuye a la desinformación y a la propagación de ideas pseudocientíficas: al considerar un padecimiento que requiere atención médica uno que se puede atender políticamente incrementando el bienestar del “pueblo”, o uno que puede atenderse simplemente “echándole ganas”. De esta manera, el texto de Gibrán hace un flaquísimo favor a la pobre comprensión que una buena parte de la ciudadanía tiene de los padecimientos mentales. De manera adicional, Gibrán construye una teoría de la conspiración farmacéutica similar a las teorías antivacunas. Los peligros de este tipo de teorías son bien conocidos: carecen de respaldo evidencial y suelen ser salidas ad hoc contra cualquier crítica. La agenda detrás del texto asusta más: alguien, no sin razón, podría especular que para la cuarta transformación de la vida pública de México ciertas personas con padecimientos mentales son enemigas del Estado, o que ciertos padecimientos mentales están asociados a la clase social. Nuestra limitada comprensión de la depresión y la ansiedad requieren de formación científica seria, no de prejuicios pseudocientíficos de alguien que lee la divulgación científica en clave política.
No obstante, Ramírez hace algunos señalamientos acertados. La psiquiatría es una de las especialidades médicas que menos han avanzado en los últimos años. Esto no se debe a otra cosa que a nuestra aún incipiente comprensión de la relación mente-cerebro, a la cual, no obstante, algunos gobiernos han dedicado la última década presupuesto casi ilimitado y cuya investigación va por muy buen camino. También señala de manera acertada que los tratamientos farmacológicos contra la depresión muchas veces no contribuyen de manera única y aislada a la mejora de los pacientes, pero esto lo extrapola y generaliza cuando afirma que su efecto es placebo y a veces ni eso. Cree descubrir el hilo negro cuando señala que los fármacos contra la depresión tienen efectos secundarios desagradables (¿qué fármaco no los tiene?), y de ahí parece implicar que deberíamos evitarlos siempre (una recomendación adicional ignorante y peligrosa).
Concluyo. El texto de Gibrán se une a la cacería que el Gobierno Federal ha emprendido contra la ciencia, la comunidad científica y los expertos. Contribuye no al conocimiento, sino a la escalada de prejuicios contra los padecimientos mentales. Y sigue la estela de la hiperpolitización, ya no sólo de la vida pública, sino de la vida privada. No sólo no todo es político, sino que las lecturas políticas de algunos fenómenos son peligrosas y ruines. Moralmente ruines, para que les duela a los tetratransformados.
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