Siempre que hablemos de la democracia, estaremos haciéndolo desde la dualidad que implica el término: como una forma de gobierno y como una forma de vida. De entrada, habrá quien comulgue con esta reflexión, y si no es así, bienvenida la réplica, la calidad argumentativa, el respeto a las posiciones.
Para ser demócrata, basta entonces, haber nacido dentro del régimen democrático, o estar en vías de, o vivir en un país democrático durante una etapa de la existencia. México se asume como un régimen democrático en su forma de gobierno, entre otras características, por su composición de república representativa y federal. Las decisiones que como país nos condujeron a adoptar la democracia tiene que ver con que periódicamente cambiamos a las personas que ostentan la administración gubernamental de manera pacífica y a través de un complejo sistema que, paradójicamente en su sencillez, le otorga un voto a cada persona que cumple con ciertas premisas, como su edad y su registro previo como votante.
Dentro de este sistema, demócrata es quien participa como votante tanto como quien aspira a ser gobierno, aceptando ambos las reglas del juego. Si el candidato que pierde, no acepta las reglas previamente dispuestas no puede considerarse un demócrata pleno. De igual manera el ciudadano que no cumple con los requisitos para emitir su sufragio y se “desencanta” del sistema corrupto que no le permitió ejercer su sagrado derecho, sabiendo de antemano que se encuentra fuera de la ley, tampoco es demócrata.
Pero ser un verdadero demócrata va más allá de esa participación electoral. Ser un verdadero demócrata es aquella persona que, a lo largo y ancho de su vida cotidiana va ejerciendo la democracia. Me explico. Al no ser la democracia algo tangible, se requiere que esta sea llevada a la práctica a través de acciones. Éstas, inmutables en espacio y tiempo, son aquellas que denominamos valores. Intangibles también, pero materializadas en conductas, es a través del ejercicio de los valores, que cotidianamente se vive la democracia.
Tratar de definir esos valores es complicado. En muchos de los casos se sitúan en aquellas cosas que no podemos explicar hasta que las vivimos, o que no sabemos que las tenemos hasta que se pierden. Para definir el respeto, por ejemplo, tendríamos que remitirnos a conceptos rimbombantes contenidos en un diccionario de la Academia de la Lengua, aunque definitivamente sentimos su ausencia cuando en carne propia vivimos lo que, incluso, nosotros mismos denominamos como “falta de respeto”. Por eso insisto, se debe llamar demócrata a aquel que, a través del ejercicio de los valores de manera cotidiana (diálogo, respeto, tolerancia, participación y otros) ejerce la democracia.
Hoy, y particularmente en redes sociales, ocurre un fenómeno que aparenta un diálogo con plena libertad de expresión. Y semana tras semana, por lo menos, ocurre que un tweet o un estado en Facebook, se inserta en la agenda pública, desatando una andanada de mensajes a favor y en contra, la gran mayoría amparados en el anonimato que brindan las plataformas. Y digo que aparenta un diálogo, porque ese intercambio de expresiones dista mucho de ejercerse con dos factores que impiden un efecto positivo en la comunicación: no existe una calidad argumentativa, y definitivamente no se realiza dentro de un marco de respeto.
No estamos siendo suficientemente críticos con estas nuevas formas de comunicarnos. Por cotidiano, se ha normalizado el hecho de entrar a las redes sociales y tomar partido representando un bando, al que nadie nos ha invitado a participar y en donde abundan falacias argumentativas descalificando al interlocutor, tergiversando los mensajes o reduciendo al absurdo una nota, un mensaje, un pensamiento.
No es malo tomar partido, es malo descalificar sin argumentos al oponente. No es mala la libertad de expresión, base de las libertades individuales que nos distinguen, sino pretender que la libertad se ejerce despotricando en contra de quien no piense como yo.
Definitivamente no es fácil la interacción humana. Debemos retomar las bases del intercambio de opiniones basándonos en la premisa de que la otra persona puede estar a favor o en contra de nuestro argumento, de que ambos podemos exponerlo sin caer en falacias, y sobre todo, no necesitamos convencer al interlocutor de que nuestro argumento es mejor. Antes bien, podemos tomar, de cada uno de los argumentos propios o ajenos, aquellos que nos satisfagan y así poder conformar nuestra opinión. Así iremos, poco a poco, siendo cada vez más democráticos.
/LanderosIEE | @LanderosIEE