La emergencia de la ciudadanía desligada de la condición de clase, proceso inscrito en la reformulación del capitalismo mundial llamada globalización y la consecuente crisis del Estado nacional, generó el reacomodo de la representación política a partir del cuestionamiento al ejercicio de la voluntad política vinculado al antagonismo clasista surgido en el seno del Estado liberal y luego ajustada a las características del Estado intervencionista y regulador.
La vida política, cuyo eje era el repudio a la dominación clasista, perdió referentes ideológicos, lazos identitarios y desdibujó las organizaciones populares. Perdió legitimidad por asentarse en una democracia ficticia que aparentaba la vigencia de derechos universales.
Emergió así una nueva arena política que minimizó partidos políticos, sindicatos y organizaciones populares, en medio de una intensa campaña de desprestigio montada por el aparato ideológico del Estado (Gramsci, Althusser) para neutralizar toda capacidad de acción colectiva, abriendo espacios a nuevos actores no únicamente por la recomposición de la clase política sino por el protagonismo directo de personajes pertenecientes al poder económico y la acción de los medios informativos privados convertidos en productores de acontecimientos políticos y formuladores de la agenda pública (Cheresky, Yanuzzi). Impusieron el discurso condenatorio de la intervención estatal y las regulaciones públicas a fin de justificar la sociedad de mercado y sustituir la política por la mera administración tecnocrática. Postura que pretendía parecer desideologizada y apolítica, pese a fundamentarse en la ideología de la propiedad privada y la acumulación de capital.
La eficacia de la participación política sustentada en los medios de información privados, radicó principalmente en el hecho de neutralizar ideológica y pragmáticamente la lucha de clases, anteriormente presente en la contienda electoral, en virtud de la capacidad de los medios para conferir valor simbólico a la redefinición de la identidad ciudadana (individualista y atomizada), entendiendo por simbólico tanto su carácter ideológico-cultural, como su eficiencia electoral para construir popularidades y hacer del político una estrella mediática (Cheresky).
Otro efecto despolitizante fue el de la reducción de la política a espectáculo, que llevó a caricaturizar y banalizar el discurso político cuya prueba de verosimilitud no residía en la argumentación o en su coherencia, sino en la visibilidad del eslogan y la frase impactante. Entre otros efectos, daba la apariencia de independencia ideológica o política que encubría los verdaderos controles y dependencias de los líderes-estrella, riesgosos para la democracia cuanto no estaban visibles a la opinión pública. Crearon condicionamientos provenientes de los poderes de hecho (económicos y criminales, nacionales y multinacionales), carentes por supuesto de toda pretensión democrática, los cuales dominaban radicalmente las decisiones políticas como nunca había ocurrido en el pasado. Democracia de, por y para los empresarios.
En la práctica operaba un “veto y un control burgués” (Cheresky). Veto ante la presunción de que no se podía acceder al poder sino era con el apoyo o al menos el consentimiento de los grandes grupos económicos. Por control se advertía que no se podría gobernar sin la colaboración del gran capital, puesto que si se desconocieran las restricciones impuestas por el poder económico simplemente toda la gestión gubernamental estaría condenada al fracaso.
Y esta es precisamente la controversia que presenciamos entre el gobierno que se ostenta como transformador histórico, de una parte, y el poder empresarial, los medios de información privados y las redes sociales, de otra. La confrontación entre la ideología neoliberal (economía de mercado, equilibrio fiscal cuyo propósito es asegurar el pago de la jugosa deuda pública, no intervención económica del Estado pero sí intervención represiva, asegurar paz social a los propietarios, disminución de obligaciones fiscales, desregulación del régimen laboral), y la ideología de la reivindicación social (recuperar el Estado democrático, políticas públicas redistributivas, imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público de acuerdo con el artículo 27 de la CPEUM).
En los hechos, esa nueva realidad neoliberal social, económica y política, además de la concentración exponencial del ingreso, la desigualdad, la creciente pobreza en cantidad e intensidad, administró la violencia represiva (ya sea por acción física directa, coerción psicológica o ignorancia para que decayese por desgaste), liberó la violencia criminal y potenció corrupción e impunidad. En paralelo, los espacios públicos bajo la tutoría de los medios informativos privados poco a poco perdieron centralidad. Además que se imponía la cruda realidad social por encima de la virtualidad mediática, el foco de la información y el debate pasó a las redes sociales. Sin dueños ni ideologías privadas, dio lugar efectivamente a la acción ciudadana, dispersa, contradictoria, con inducciones sembradas de un lado y de otro, pero con una certeza en común: esta democracia neoliberal no funciona, no resuelve los problemas de los más, encubre rapacidad y engaño. Las condiciones para un cambio surgido de la voluntad electoral que no fuera mera alternancia, fueron creadas, dialécticamente, por la propia clase dominante que privatizó el Estado para poner el poder público a su servicio, y ante ello la voluntad electoral enfáticamente reclamó la responsabilidad social del Estado.
A esta forma de rebelión popular no es posible atribuirle propiamente carácter de lucha de clases, ya que por momentos parece diluirse en prácticas más de cooptación electoral que movilización popular organizada en lo ideológico, lo programático y lo organizativo. La idea de transformación, como parangón histórico de las guerras de Independencia y Reforma, movimiento social de 1910, no alude siquiera a una propuesta revolucionaria, que reiteradamente ha formulado el Concejo Nacional Indigenista y en muchos aspectos contradice y hasta se contrapone a los proyectos de los gobiernos nacionales, “neoliberales” y 4T.
El planteamiento, hasta el momento, se presenta confuso y ambiguo. Su premisa fundamental es abatir la desigualdad y la pobreza, siendo el combate a la corrupción (así, en abstracto, ya que la persecución a los corruptos, que sería lo concreto, es selectiva, aunado al reiterado dicho de olvidar el pasado) meramente un aglutinador de simpatías y motivo que justifica cualquier acción de gobierno, pero carece de estrategia para transformar radicalmente el estado de cosas, combatir eficazmente las raíces de la pobreza, la desigualdad, la expoliación y la acumulación de capital. No es sustantivo sino colateral, disminuir el aparato administrativo del gobierno y salarios a la burocracia. Deja a la interpretación la conjetura de procurar, en cambio, una mediación entre el poder económico, el poder gubernamental y las alentadas esperanzas del pueblo pobre.
Hasta hoy presenciamos la apariencia de una pugna -forcejeo- por el predominio entre un núcleo duro y poderoso de la clase empresarial, por un lado, y de otro, la clase política que por hoy ocupa los cargos públicos relevantes de la estructura formal del Estado (Poder Ejecutivo, mayorías en Cámara, Senado y en Congresos estatales), lo cual es notable pero no suficiente para asumir el control efectivo del aparato del Estado, el cual abarca además los poderes reales y los espacios que por décadas han ocupado clases y grupos dominantes en la economía, la información, la educación y la ideología.
Desde luego es evidente la ostentosa presencia del hegemón del norte, con capacidad para vetar, imponer, condicionar y exacerbar la animosidad pública mediante el uso de su poder financiero y tecnológico, así como su aparato ideológico-informativo y la posibilidad de conjuntar las clases y sectores que militan en la oposición, “coordinar” toda forma de obstáculos, provocaciones, subversión y desestabilización (históricamente documentados y, por hoy, en obvia acción en varios países de Iberoamérica y el Caribe). Esta realidad obliga a actitudes y posturas moderadas, astutas, aunque no explica esa conducta de abyección.
Así, en el ambiente público, predominan la crispación y la irracionalidad en el debate y la reflexión sobre la república y el rumbo a seguir para atender con eficacia y justicia los males que el pasado legó, más los que están creándose. Cada cual, pese a que se refiere a la misma cosa, discurre como si se tratase de realidades divergentes. No por carencia de lógica, sino debido tal vez a la fuerza de los intereses en juego y la ideología que los explica, encubre y justifica. Irritación y encono crecen ante la carencia de logos en el diálogo, en los muchos diálogos numerosos y dispersos que se expresan en medios informativos, en redes sociales, en discursos en y fuera de tribuna y en conferencias de prensa.
Como advirtió Hegel: “cuidarse de la arbitrariedad de los discursos proféticos”. Pero, es menester añadir, es inevitable el mensaje redentor ante la perversidad y la miseria del presente.
(*) Expresidente del Colegio de Ciencias Política y Administración Pública.