Los instantes
callarán. Y hablarán quedamente las cosas.
Cesare Pavese
A Freud se atribuye aquello de que infancia es destino. Puede ser. Nacido en las últimas semanas de 1929, año de inicio de la Gran Depresión que se extendería hasta finales de la Segunda Guerra mundial, Chet Baker dejó de existir bajo el yugo de un coctel perverso en mayo de 1988. No se había venido abajo el Muro de Berlín y la URSS era sólida y monolítica; era todavía el viejo siglo XX. Pero Chet no alcanzó a cumplir 59 años.
Dicen que se drogaba; dicen que por una deuda le quitaron a punta de mandarriazos los dientes del frente en una historia jamás contada abiertamente por él. Dicen que luego del incidente trabajó seis años como despachador en una estación de gasolina alejado de la música. Que fue Dizzie Gillespie quien lo sustrajo de aquel anonimato autoimpuesto.
De sí, Baker sólo decía que le gustaban los autos caros y las mujeres hermosas. Gustos de artista, dicen. Como dicen también que pese a su delgadez, era la versión jazzística de James Dean. En realidad sólo fue, sólo es y sólo será Chet Baker. Siempre.
Su discografía da fe de un dominio absoluto sobre su propia voz y sobre la trompeta, el instrumento que embridó a la perfección al grado de cambiar el ángulo de toma de la embocadura luego de convertirse en ese ángel desdentado que iría y vendría por el mundo paseando un ejercicio musical que no fue más que la transformación de la melancolía y no pocas veces la plenitud del ritmo en el control absoluto de esa variante sentimental de la música: el jazz de Chet Baker.
Si la lluvia lenta que adormece los cristales a la mitad de una primavera infernal requiere compañía, la voz levemente nasal a ratos sedosa y por momentos trémula así como la interpretación instrumental de Chet Baker son ineludibles; un flagelo de aires conventuales que a golpe de nota implora: ¡Sentimiento de Baker, sálvame! ¡Sentimiento de Baker, socórreme! ¡Sentimiento de Baker, protégeme!
Había nacido el 23 de diciembre de 1929 en el frío invierno de Yale, en el condado de Payne en Oklahoma. Su primer instrumento -regalo de su padre- fue un trombón; dada la poca estatura del niño Chet debió cambiarse por una trompeta. Freud lo dijo, no cabe ya duda: Infancia es destino. Su nombre: Chesney Henry Baker Jr.
Armado de su trompeta sirvió al ejército norteamericano en dos ocasiones; en 1952 iniciaría su larga y accidentada carrera, el tránsito a su terrenal cuanto gloriosa existencia nimbada por el relente de los enervantes, innecesarios para los dones estilísticos de un artista que no alcanzó la sexta década de vida pero que aunó a pesar de su voz inconfundible y melancólica -lo que los antiguos llamaban bilis negra- el metal de su trompeta.
Había iniciado su carrera actuando con la banda de Vido Musso; luego se uniría a la de Stan Getz. Es 1952. Ese mismo año hace su debut con Charlie Parker en el Tiffanny Club de Los Angeles el 29 de mayo.
Al año siguiente se incorpora al grupo de Gerry Mulligan y graba uno de sus números emblemáticos: Funny Valentine. Al disolverse la agrupación tras la detención y encarcelamiento de Mulligan por un asunto de drogas, Chet Baker fundaría su propio cuarteto.
Conforme al canon comúnmente aceptado se trataba de una agrupación integrada por Russ Freeman en el piano, Red Mitchell pulsando el bajo y Bobby White en la batería; la voz y la trompeta corrían por cuenta de Baker. El 24 de julio de 1953 graba para Pacific Jazz su primer álbum como líder del que fue en sentido estricto, su primer grupo.
Su estilo era una traza inconfundible de melancolía; pulsó los registros más tristes del jazz de los años cincuenta y continuó haciéndolo durante los siguientes seis lustros y algunos años más.
Sólo quien se ha movido entre los ripios de una vida tocada por una permanente incomodidad derivada de la más absoluta insatisfacción podría comprender la dulce cadencia de la voz de este hombre de huesos largos y la mirada perdida en horizontes lejanos con un gesto inconfundible y no exento de altiva prestancia que al final de su carrera apenas era la pátina de los tiempos idos, desmentida, eso sí, por la fuerza y el estilo que siempre caracterizaron su apostura escénica. Una suerte de Clint Eastwood de la música. Harry el sucio con trompeta. Apenas un metal sonoro como escudo en la intemperie de su desazón.
Esclavo y dueño de una vida accidentada, tensada más de una vez por el consumo de enervantes, aunado a la golpiza que recibió -consecuencia de su nunca totalmente revertida afición a la heroína- fueron las causas de su retiro por unos años.
Sometido a un tratamiento de metadona, rescatada artísticamente su carrera por Dizzie Gillespie, volvió a recorrer Europa y a encandilar a los amantes de ese jazz suave, melancólico, dulce, triste; de un jazz paradójicamente lleno de complejas tonalidades que arrebataban hasta al delirio a un público siempre dispuesto a apreciar el demudado estilo del chico de Oklahoma que permutó el trombón por la trompeta e hizo de ésta la extensión doliente de su voz enamorada, cierta e inevitable, única en su entonación y propicia para cuando lo que se ha de pisar es una franja de arena movediza, el desolado magma de la melancolía interior, esa que sólo el espejo puede llegar a conocer y que Chet Baker musicaliza.
Transitó a la inmortalidad el 13 de mayo de 1988. Una sobredosis letal lo condujo a buscar en el aire nocturno de Amsterdam el tono musical reservado a quienes han de perdurar en la memoria como parte de la impronta sentimental de una época que nunca más será; una época irrepetible como el mismo jazz que junto a sus músicos creaba diseñando atmósferas de intimidad y belleza de sobrecogedor registro. El chico de Oklahoma ha cruzado imperturbable, pese a todo, los aires del tiempo. La lluvia de la noche trae en su ventisca y en su garúa intermitente un jazz melancólico. La plena sensación de aquello que no ha de alcanzarse.
En la vieja tornamesa gira a 33 1/3 rpm un disco de Chet Baker. Un golpe de plata rasga la oscuridad nocturna, un relámpago largo; una lanza rugiente encajada en la tierra, un incendio de almendros y araucarias que devasta también los pinos. Un latigazo perdido en el mar. El chirrido de las llantas de un Alfa Romeo abruptamente detenido en su loca carrera. Es la trompeta de Baker, una zapada metálica en la media luz de una estancia incompleta y el latigazo cegador del relámpago.
La lluvia sigue golpeando los cristales. Suena a melancolía, a fondo musical de cielos grises y nubes cargadas de lo que será en su momento la modulación de bajo profundo que el caracol imita desde el fondo laberíntico de donde provienen todos sus sonidos mientras Chet Baker sigue tocando con esa melancolía atrozmente suya, su inigualable estilo. Con esa forma de ser, por siempre y para siempre Chet Baker, el desdentado ángel de voz levemente nasal; el dueño de la melancolía como un estilo… Chet Baker.