Que la filosofía es una empresa quijotesca no es su secreto mejor guardado. Pareciera, en el mejor de los casos, que los filósofos nos dedicamos a pelear con molinos de viento, mientras los demás, mucho más sanos de juicio, transitan cómodamente por la vida y sus menos complicadas empresas.
Algo de cierto hay en ello. Los filósofos mostramos un desdén inexplicable hacia los asuntos prácticos de la vida y, muchas de las veces, nos subimos a una nube de la cual nadie nos baja. Hay algo de utópico y descabellado, sin lugar a duda, en la mente de todos nosotros.
Hace poco, mientras releía Gula & Cultura de Héctor Zagal, no pude evitar reír con las siguientes líneas de mi irónico maestro: “A los filósofos se les puede perdonar casi todo: su escepticismo, sus blasfemias, su soberbia, su estilo aburrido, su compromiso con el poder, su espíritu crítico. Disculpamos sus vestidos estrafalarios y sus gustos estrambóticos. Somos condescendientes con su afán revolucionario, si son filósofos de ‘izquierdas’; soportamos su recalcitrante conservadurismo cuando son de ‘derechas’. Solamente dos actividades resultan imperdonables en la filosofía: dictar conferencias sobre ética empresarial y escribir sobre comida”.
Héctor Zagal precisamente se dedica a la ética empresarial y a hablar de comida. Sin embargo, su vena de académico no está abandonada por completo: pocos latinoamericanos se han dedicado con tanto ahínco al estudio de Aristóteles. En mi caso sucede algo similar. Antes que filósofo, soy un amante apasionado de la literatura y un cinéfilo endemoniado. Además, tengo un raro gusto por escribir en el periódico (temas menos profundos al menos para la alta esfera de los filósofos de instituto), y disfruto con desmedida alegría de los grandes conciertos de rock. ¿Pueden los filósofos perdonar estos deslices de poca seriedad? No lo sé y tampoco me importa mucho.
Lo que sí será considerado imperdonable por mis serios colegas será que he escrito algún libro antifilosófico. En otras palabras, a veces escribo antídotos filosóficos contra la arrogancia de la razón filosófica.
Por ahora me remito a tres citas de índole más literaria. Por un lado, una cita del Libro del desasosiego de Bernardo Soares, ortónimo del poeta portugués Fernando Pessoa: “La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía”. En efecto, la Decadencia surge ahí donde la razón impugna lo que no le compete, donde la razón es sorda al corazón humano, al sufrimiento ajeno. Donde la razón no ve que el fundamento de la vida no es la lucidez de la consciencia, sino la placidez de la inconsciencia.
La segunda cita la extraigo de una de mis novelas favoritas: Réquiem de Antonio Tabucchi. En ella el narrador pone en boca de Fernando Pessoa las siguientes palabras: “Por favor, dijo él, no me deje en manos de personas llenas de certezas, son gente terrible”. El carácter terrible de la gente llena de certezas no es otra cosa que la demencia, aquella que nos aleja del mundo y nos separa de la vida. La certeza es el carácter subjetivo de la verdad, pero vicia a la mente cuando ésta ya no busca la verdad por sí misma, sino sólo la fuerte convicción subjetiva que proporciona la certeza. Amar la verdad es una muestra de humildad, de caridad…, la mayor sensatez; amar la certeza es una muestra de egoísmo y vanidad, de arrogancia…, la mayor locura. La verdad es búsqueda continua, perpetua insatisfacción con las convenciones y las modas pasajeras, deseo, anhelo, tendencia… La certeza es una postura acomodaticia, una presea, una posesión, un terreno firme y cómodo, pero en alguna medida sólido en la medida que quisiéramos.
En ese sentido, me remito a la tercera cita. Imre Kertész, escritor húngaro y Premio Nobel de literatura, resume la actitud humilde que debería tener el filósofo: “Decir que el mundo no puede entenderse por el mero hecho de ser incomprensible es diletantismo. No entendemos el mundo porque no es ésa nuestra tarea en la tierra”.
Sin ir más lejos, Chesterton, en Ortodoxia, caracteriza a la locura filosófica, tal cual yo la entiendo y ataco de manera determinante: “La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente la razón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez. Los matemáticos enloquecen, lo mismo que los tenedores de libros; pero es muy raro que enloquezcan los artistas creadores. Ya se entiende que no pretendo atacar los fueros de la lógica; lo único que hago es advertir que el peligro de volverse loco está en la razón y no, como suele creerse, en la imaginación…, la poesía es saludable porque flota holgadamente sobre un mar infinito; mientras que la razón, tratando de cruzar ese mar, lo hace finito; y el resultado es el angostamiento mental…”.
En pocas palabras, Chesterton lo resume así: “No, loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo menos la razón”. Como Kertész y Chesterton, defiendo que el fundamento que nos liga al mundo y a los demás seres humanos no está en el terreno del conocimiento. Para reconciliarnos con el mundo y con los otros es necesario que la razón ceda… Sólo así, el filósofo puede recuperar la cordura, la cual hace tiempo que ha perdido.
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