En este mundo electoral, poco a poco vamos derrumbando los mitos en que por muchos años se fundó el antiguo sistema electoral. Para los más jóvenes resultaría impensable suponer que los votantes comparecían a su centro de votación sin mayor trámite que una tira de papel en la que se asentaba su nombre como toda identificación, ante funcionarios de casilla que eran empleados gubernamentales y depositando votos en urnas de madera cerradas en las que no había posibilidad de saber si ya contenían votos previamente a su instalación.
Ante nulas medidas de seguridad en la impresión de boletas, en la designación de funcionarios electorales, o en el procedimiento mismo del voto, podían haberse impreso boletas de más con el contubernio de quienes reciben y cuentan los votos, o no identificar plenamente a quienes podían ejercer su voto por carecer de un padrón confiable. De ahí que en nuestro diccionario lexicográfico electoral existieran entradas que ahora resultan muy difícil de explicar: tapado, embarazo de urnas, carrusel, ratón loco, boleta taco, muerto que vota, casilla zapato, entre otras, que afortunadamente han sido desterradas de nuestra jerga.
Esta nueva construcción del sistema que ahora nos rige ha tenido como protagonistas a autoridades, académicos, expertos operativos, pero por encima de todos ellos a la ciudadanía participativa. Siempre he estado convencido de que si todos comprendiéramos, como ciudadanos, la importancia y valía de nuestra participación, informarnos de nuestros derechos y ejercerlos, y hacerlo por convicción y no por obligación, haríamos de este mundo un lugar mejor para nosotros. Para todos.
El cambio de paradigmas en la materia surge desde la ciudadanía y trasciende al ámbito electoral. Los movimientos sociales de la generación de finales de los sesenta y de finales de los ochenta del siglo pasado, provocaron una nueva necesidad de sistema en el que fuera la misma ciudadanía quien organizara las elecciones en todos los aspectos, situación difícil en tanto que ser árbitro de una contienda en la que participan quienes ponen sus propias reglas, han provocado desencuentros y una nueva palabra al argot: la judicialización.
Sin embargo, también estoy convencido de que este sistema, perfectible por donde se le vea, funciona en esta realidad que vivimos. ¿Se puede mejorar? Sin duda, todo en él es perfectible, excepto creo yo, en que la base siga siendo que las autoridades sean ajenas al gobierno. Consejo General, Consejos Municipales, Consejos Distritales ya no se entienden si no se encuentran integrados por ciudadanos de pura cepa, sin vínculos partidistas ni gubernamentales excepto los que los vinculan como ciudadanos y gobernados. De ahí en más, sin comprometer su actuar electoral en función de una eventual presión por parte de la autoridad gubernamental.
Pero esas autoridades electorales mencionadas no son las únicas que tienen actuación durante un proceso electivo. También está la más importante durante la Jornada, cuya duración ni siquiera podríamos definir como temporales, pues el adjetivo que mejor les acomoda, en todo caso, es el de efímeras. Éstas sí integradas por ciudadanas y ciudadanos que un buen día se despertaron con la noticia que ya eran autoridad electoral.
Los capacitadores electorales, ese ejército que son las manos y pies de los órganos electorales, notificaron personalmente a miles de ciudadanos, los entrevistaron y sensibilizaron, para obtener el número necesario de los requeridos en cada una de las casillas. La obtención de los funcionarios de casilla, casi siempre comienza con un rechazo y la pregunta ¿Y yo por qué?
Hoy quiero reflexionar agradeciendo por anticipado y felicitando a todas las personas que van a sacrificar el hacer actividades laborales o recreativas durante todo un día, para brindárselo a sus vecinos. Ese es el resultado de haber vencido y cambiado al sistema. ¿Por qué debes ser funcionario de casilla? Por muchas cosas: por ser la oportunidad que mucho tiempo esperamos de derrumbar el mito del fraude, de que los muertos votan, de que la elección ya está dada y de que es inútil votar. Ser funcionario de casilla se convierte en el privilegio de recibir un bien preciado de parte de los demás, y resguardarlo y hacerlo valer. Algo que nadie más nos garantizaría, sino uno de los nuestros.
¿Por qué? Por suerte, nunca mejor dicho. Porque el azar ha definido que el mes de nacimiento y la inicial del apellido paterno los coloquen en el supuesto de ser considerado para esa labor. Porque es un derecho y un deber, porque es la mejor manera que hemos encontrado hasta ahora para que el voto sea contado y respetado, porque la sociedad nos lo exige, la democracia lo necesita y la satisfacción del deber cumplido lo merece.
/LanderosIEE | @LanderosIEE