Cuando se escuchan las homilías mañaneras del Presidente de la República que contra todo pronóstico le añaden popularidad en vez de restársela, uno no deja de observar que, en buena medida, ello obedece a su oficio para apelar muy bien al corazón profundo del imaginario político mexicano; su conservadurismo desconcierta a academia y comentocracia, pero no desentona con la ciudadanía de a pie; su izquierdismo conservador le funciona tanto con los consumidores del primer atributo como del segundo. Y es que AMLO da una salida a esa polaridad de otro modo impensable sin él. Desde luego todos los días se esfuerza en hacer sinónimos lo fifí, lo conservador y la derecha sin que nadie le contradiga en cuanto a esas equivalencias, pero es justamente su talante conservador lo que conecta masivamente y a la vez desconcierta a quienes tratan de descifrar su fenómeno.
¿De dónde proviene el imaginario político latinoamericano? Antes de adelantar una posible respuesta, entendamos por imaginario ese arquetipo de la psique colectiva que establece roles, y estructuras dramáticas. Pensamos con base en modelos y esos modelos en buena medida configuran ciertos modos de acción, tanto individual como colectiva, más allá que la concatenación de circunstancias y hechos verificables empíricamente terminen dictando el curso final de las cosas y los acontecimientos. El imaginario colectivo ofrece siempre una manera implícita de leer la realidad y un guión para navegar en ella previo a lo que de ahí resulte.
Dicho lo anterior, una hipótesis que se me ocurre es que el imaginario político latinoamericano se fue configurando a partir de las tensiones del alto y el bajo clero novohispano. Las formas y el ethos republicano resultó algo epidérmico y añadido, más no un sustituto de ese imaginario más rancio. En el caso de México, Reforma y Revolución parecieron salirse con la suya hasta el punto de llegar a pensarse que la máscara republicana comenzaba a remodelar el rostro que la porta, pero por lo visto nunca fue así. La máscara se desgastó y el rostro surge como es.
El alto clero es distante y privilegia la disciplina; está hecho para dialogar con las élites y administrar una pesada estructura institucional. En su mundo las formas, maneras y deferencias importan muchísimo. Sus códigos no son muy distintos a los de una corte. Quién eres y de dónde vienes abren o cierran puertas. Habilidades como la diplomacia, la capacidad de negociación y la persuasión en corto se aprecian particularmente. La plaza pública le importa sólo para el despliegue ritual. Por contraste, el bajo clero está en contacto con el pueblo menesteroso, lo conoce, sabe hablarle y es un pez en el agua en la plaza pública. En sus dominios se incuban dos pasiones poderosas y complementarias; la compasión y el resentimiento. De ahí que sea proclive a la tentación demagógica que sólo el sistema de autoridad de la corporación puede contener o mantener a raya, lo que es motivo de resentimiento adicional. El del bajo clero es un mundo en el que denomina lo vivencial, lo aprendido en interacciones cara a cara, todo lo cual propicia la ilusión de que con eso es suficiente para entender el mundo y sus complejidades; por ello mismo carece del rigor y de la disciplina mental que requiere remontarse a planos más abstractos o intensivos en razonamiento sistemático. Desde la política del corazón es muy difícil generar pensamiento estratégico, del que sea.
La política del alto clero encontraba su hábitat natural cuando la competencia democrática no resultaba un factor que realmente importara, como ocurrió en México la mayor parte del siglo XX. Pero bajo la alternancia y con Peña Nieto, resultaban inocultables sus propensiones al inmovilismo y la petrificación en los momentos más inoportunos. La política del alto clero consiguió mantener en el huacal a la política del bajo clero en ausencia de alternancia democrática, pero una vez en su contexto habría de emerger impetuosa tarde que temprano, tal y como terminó ocurriendo. Estamos ahora bajo el signo zodiacal de su era.
El cura Hidalgo y su gesta, en especial en la manera como lo narra Jorge Ibargüengoitia en sus Pasos de López, es una ilustración perfecta de lo enunciado respecto al bajo clero. Sin duda Hidalgo resultó un conocedor profundo del pueblo, pero más allá de tener más lecturas que sus pares, carecía de toda disciplina mental y de pensamiento estratégico, lo que sacaba de quicio a sus colaboradores profesionales (Allende y Aldama) por sus decisiones intempestivas, sobre la marcha, sin detenerse a analizar las consecuencias o escenarios que de ello pudieran desprenderse. El suyo era un pensamiento gobernado por la retórica, no por la lógica y sus rigores indiferentes a la voluntad volcada en acción expeditiva. Hidalgo (López, en la novela) era tan generoso y auténtico, como megalómano e incapaz de escuchar aquello que restara ímpetu al bullente géiser de la inspiración.
Como quiera que sea, no por destructor y autodestructivo, Hidalgo resultó menos entrañable y amado en la memoria colectiva en marcado contraste con los hechos. Consiguió desafiar a la lógica hasta post mortem. Sabemos que otros personajes menos pintorescos y queridos fueron los verdaderos artífices de la independencia de México. Quizás sea inherente a la condición humana que la insensatez sea más proclive a desembocar en acontecimiento y memoria histórica que la cordura. Pero también como dijera Paracelso: el veneno está en la dosis.
Así pues, una vez desgastado el protocolo republicano que mal o bien se mantuvo vigente en México, hemos recaído de lleno en el viejo imaginario novohispano subyacente, con la peculiaridad de que, en el siglo XXI, la proyección política del alto clero llevada al lenguaje secular carece de todo atractivo, mientras que la del bajo clero está a la orden del día.
Sobra decir que Ibargüengoitia, en una época en la que se censuraba severamente cualquier irreverencia con la historia de bronce de México, no podía llamar en la novela a Hidalgo por su nombre, razón por la que en su genial relato le da un avatar: López.
Quién diría que ese artificio literario terminara resultando premonitorio.
Curiosa frase con la que inicia “Cuando se escuchan las homilías mañaneras del Presidente de la República que contra todo pronóstico le añaden popularidad en vez de restársela”, parece manifestar más bien un deseo que un pronóstico. En todo caso parecería más propio de un analista constatar e interpretar hechos que adivinar a forzar la realidad a sus deseos. Ese fue el principal problema de la comentocracia, imaginar e ilusionar en vez de buscar entender.
Mis respetos ante este narrador “filudo”. Bien vale agregar al símil el hartazgo social ante el inmovilismo del alto clero; que de paso al bajo, bullicioso, analfabeta y peligroso populacho: que no dejen suelto al “tigre”.