La iglesia, el Estado y la 4T / El peso de las razones - LJA Aguascalientes
22/11/2024

La semana pasada el tema que orientó gran parte de la discusión pública mexicana fue el de la relación entre la iglesia y el Estado. El pretexto: el uso del Palacio de Bellas Artes para un evento (concierto) en honor de un profeta tapatío, líder de una conocida y pujante secta cristiana. Para mi enorme sorpresa, no sólo no hubo la indignación que esperaba por parte de las y los consabidos liberales, sino que muchos comunitaristas aprovecharon la coyuntura para adelantar argumentos en favor de su ideología.

La pregunta, creen algunos, es: ¿debe el Estado ser neutral frente a las creencias religiosas de la ciudadanía? Otros creen que es otra: ¿debe el Estado desvincularse de cualquier posible relación con los credos religiosos? Algunos, mucho más avispados, piensan que es esta otra: ¿debe separarse institucionalmente al Estado de las iglesias? Por mi parte, creo que la pregunta debería ser otra: ¿debe el Estado optar por un modelo de vida pública vacía o repleta? Intentaré explicar el sentido de esta última pregunta y dar una respuesta muy breve a la misma.

Antes de atender a la pregunta y su posible respuesta, pienso que resulta interesante detenernos por un momento en los argumentos que liberales identitarios y comunitaristas ofrecieron en favor de revitalizar la relación entre la iglesia y el Estado, una relación exitosamente fracturada por el liberalismo clásico. Para los críticos del liberalismo clásico, la relación entre la religión y la política ha sido eclipsada bajo argumentos que ya han sido derrotados. No está ya bien visto -sugieren amparados en las ideologías de moda- que se erijan muros impenetrables entre estos dos aspectos de la vida pública. Javier Tello (comunitarista recién salido del clóset o talmudista de la cuarta transformación, difícil saberlo) resumió el arsenal de argumentos disponibles para un reencuentro sentimental entre la religión y la política. Desde un punto de vista moral, parece que ningún proyecto político puede ser exitoso sin valores morales, los cuales en Occidente provienen en su mayor parte de las religiones (en particular, del cristianismo católico o protestante). Desde un punto de vista popular o populista, parece que ningún proyecto político puede crear un vínculo importante con la ciudadanía sin la religión, sobre todo en sociedades donde la religión es importante. Desde un punto de vista comunitario, parece que sin religión se pierden los vínculos sociales necesarios para el éxito de un proyecto político. Por último, desde un punto de vista pragmático o estratégico, parece que sin moral no es posible resolver algunos problemas sociales que no podemos evadir (e.g., matrimonio igualitario, despenalización del aborto, etc.), por lo que la neutralidad estatal frente a los credos religiosos debe tener límites. Por su parte, Jorge Castañeda (cínico defensor de las peores prácticas de la Realpolitik) se contentó con hacer una loa a la hipocresía política: defender públicamente la separación iglesia-Estado, pero por debajo de la mesa hacer concesiones contrarias al liberalismo clásico para llevar la fiesta en paz.

Los cuatro primeros argumentos, de corte comunitarista, fracasan de la misma manera. Su óptica histórica parece decirnos lo siguiente: el secularismo ramplón que ha asumido Occidente fracasa en tanto no ha logrado hasta ahora brindar un sucedáneo de la religión que provea valores y cohesión social, ambas condiciones necesarias para el éxito de una democracia liberal. Por tanto, parecen concluir, debemos regresar al pasado de manera menos radical: armonizando la relación entre la religión y la política, sin profundizarla demasiado. En otras palabras, que continúe la ruptura amorosa, pero salvando una sana amistad. De lo que parecen no percatarse los comunitaristas es de que su conclusión no se sigue necesariamente de sus premisas. El fracaso del secularismo ramplón no necesariamente nos lleva fuera del secularismo, sino quizá a un replanteamiento de éste. Bien podríamos optar por un humanismo secular (como el que ha defendido Philip Kitcher), o bien podríamos desembarazarnos de cualquier sucedáneo de la religión monoteísta y optar por un tipo particular de ateísmo público (como recientemente defiende John Gray). El error comunitarista es vendernos una marca particular de medicamento sin señalarnos que otras marcas pueden contener la misma sustancia activa. Adicionalmente, parecen percatarse bien de las fallas del secularismo, pero han olvidado los agudos problemas que históricamente también han sucedido cuando la religión y la política comienzan a coquetear. Quizá después de un larguísimo matrimonio, uno no pueda ser después amigo de su pareja.

Ahora las preguntas. Desecho las tres primeras por las siguientes razones. La primera hace énfasis en la neutralidad estatal, pero nunca especifica la manera en la que debería operar la neutralidad del Estado frente a las creencias religiosas de la ciudadanía: ¿debería darle juego en la esfera pública a todas las creencias o no debería darle juego a ninguna? La segunda sugiere que es posible que el Estado se desvincule por completo de su relación con las creencias religiosas de la ciudadanía. Esta opción no es viable. El Estado debe tener una relación con los diversos credos religiosos, en tanto existe la posibilidad de desavenencias y conflictos públicos, así como porque dentro de una democracia liberal existe libertad de conciencia y credo (en México este papel del Estado lo lleva la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación). La tercera pregunta, aunque adecuada, no refleja las complejidades actuales: en efecto deben separarse institucionalmente las iglesias y el Estado, pero dicha separación no basta para hacer frente a los posibles problemas que se dan en la relación entre religión y política.

La pregunta que prefiero habla de dos modelos de vida pública: uno vacío, el otro repleto. Pero ¿vacío o repleto de qué? En el primer modelo, la neutralidad estatal se refleja en nulo juego que da el Estado en la vida pública a los distintos credos religiosos. El segundo modelo, da juego a todos. El primer modelo lo representa paradigmáticamente el laicismo francés, el segundo el comunitarismo canadiense. Por mi parte, y por razones pragmáticas, pienso que el primer modelo evita innumerables conflictos, mientras el segundo los acrecienta. Adicionalmente, pienso que el primer modelo es el más adecuado al caso mexicano, debido a que nuestra pluralidad religiosa es incipiente, y deseamos evitar las intromisiones indebidas de la iglesia católica en las decisiones públicas.

Si no revitalizamos la relación entre las iglesias y el Estado, ¿cómo hacer frente a los problemas que señalan los comunitaristas? En primer lugar, debemos tener en cuenta que los valores necesarios para el éxito de una democracia liberal pueden ser sólo políticos y no necesariamente morales: aquellos que se derivan de la naturaleza misma de nuestra configuración política. Por último, la cohesión social, en efecto necesaria en nuestras democracias, puede fomentarse de otras muchas maneras. Sería insensato creer que la única manera de contribuir con el bienestar de nuestra comunidad, nuestra ciudad, nuestro estado y nuestro país sea yendo a misa los domingos.

 

[email protected] | /gensollen | @MarioGensollen


 


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1 thought on “La iglesia, el Estado y la 4T / El peso de las razones

  1. Muy interesante y oportuno artículo. Comparto que los valores a los que se refiere al final no sean estrictamente morales, sino políticos, pero yo daría ya una respuesta, y es, que son los derechos fundamentales, su ejercicio y respeto los que pueden generar los vínculos (re-ligare) entre las personas y como ciudadanos. ¿Cuántos están dispuestos a ejercer y vivir conforme a los valores que dispone nuestra Constitución como derechos humanos? De igual manera, considero que no solo debemos mantener la separación Estado – iglesias, sino profundizar en la laicidad, pero ese proceso solo puede lograrse si respetamos esos derechos. Se trata de un círculo virtuoso, en el que las decisiones públicas solo se legitimen en la medida en que respeten esos derechos y con razones científicas y laicas.

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