- Laura Ballen
Tradicionalmente el extractivismo se ha asociado con la explotación intensiva de recursos minero-energéticos y agrícolas para el abastecimiento de materias primas hacia mercados industrializados, cuestionándose los impactos sociales, económicos y ambientales de este tipo de actividades, que se realizan, en su mayoría, sin considerar la capacidad de recarga de los ecosistemas y sus efectos reales sobre las economías nacionales que han optado por apuestas primario-exportadores para la consecución del “desarrollo”.
Sin embargo, este fenómeno, caracterizado por autores como Vega Cantor (2012), Gudynas (2009) y Svampa (2015) como el impulso de actividades económicas que implican el flujo de recursos tales como energía, biodiversidad y/o fuerza de trabajo desde un territorio (periférico) a otro (dominantes), en el marco del sistema capitalista contemporáneo, se ha extrapolado a las urbes, a partir de actividades relacionadas con el sector inmobiliario, el turismo, las industrias creativas y el redesarrollo y renovación de sectores periféricos.
Sin estigmatizar estas actividades y desconocer sus aportes a las economías locales, es necesario reconocer que en la forma como se vienen implantando no responde en la mayoría de los casos a una adecuada previsión y gestión de sus externalidades. Lo anterior ha ocasionado que alrededor de su impulso se estimule la concentración de la propiedad del suelo y el encarecimiento de su valor, la restricción al disfrute de ciertas zonas e infraestructuras de la ciudad de acuerdo con la capacidad adquisitiva y dinámicas de simulación y vaciamiento de tradiciones culturales locales para la proyección de una imagen de ciudad.
Como consecuencia se ha dado un desplazamiento de los habitantes tradicionales de barrios centrales hacia zonas periféricas por el emplazamiento de nuevos proyectos urbanísticos; el deterioro de lugares de valor patrimonial dada la mayor afluencia de visitantes sin la implementación de mecanismos de mitigación de los impactos que ello genera (por ejemplo en materia de residuos sólidos, movilidad y mantenimiento de infraestructuras); y la edificación de infraestructuras de uso limitado y orientadas al consumo, dentro de las que se incluyen instalaciones para eventos deportivos y recreativos, y que posteriormente son desechadas.
Con estas situaciones es palpable la falta de direccionamiento de la planificación urbana y el abandono por parte de esta de una perspectiva de conjunto para comprender e intervenir las ciudades. Lejos de ser una apuesta de futuro socialmente compartida y legitimada, se ha orientado en las últimas décadas a impulsar proyectos puntuales, fomentar la iniciativa privada, y transformar a la ciudad en un objeto de consumo y deseo; dejando de lado la previsión y amortiguamiento de los efectos de las dinámicas especulativas y promoviendo el consumo desmedido de espacios y valores ambientales y patrimoniales.
A través de instrumentos de planificación los gobiernos urbanos han impulsado el desarrollo de marcas de ciudad y apuestas de internacionalización, así como incentivos tributarios, en la competencia por atraer inversión y recursos externos, que en algunos casos han significado el detrimento de sus propias finanzas, dada la reducción de recaudo de impuestos y la emergencia de nuevos requerimientos que implican inversiones adicionales, y la desregulación del uso del suelo para fomentar la iniciativa particular.
Las administraciones de las ciudades han tenido que destinar en los últimos años cuantiosos recursos en materia de ampliación y mejoramiento de redes de servicios públicos, especialmente en materia de abastecimiento de agua, para facilitar la densificación de antiguos barrios edificados para vivienda unifamiliar a partir de construcciones en altura dirigidas a sectores con mayor poder adquisitivo; pese a que estos elementos deberían ser financiados por los promotores de estos negocios a partir de la recuperación de plusvalías y no unilateralmente por el Estado.
Junto a estas presiones, que a su vez implican la extracción de recursos de áreas naturales circundantes a las ciudades, se están sacrificando los espacios públicos clave para el encuentro y la reproducción social, como parques, plazas y zonas de protección ambiental dentro de las urbes para la edificación de infraestructuras comerciales que se han convertido en el escenario de confluencia mas no de interacción de quienes pueden acceder a estos espacios a partir del consumo.
En el urbanismo extractivo resulta cada vez más cotidiano el emplazamiento de nuevos centros comerciales, particularmente en áreas periféricas, aprovechando las infraestructuras de movilidad desarrolladas por el Estado, por parte de la coalición entre la banca y los desarrolladores inmobiliarios, que ha venido comprando suelo a bajo costo para luego impulsar proyectos de vivienda dirigidos a sectores sociales específicos (Beuf, 2012), diversificando sus productos, tanto para sectores altos y medios como de bajos ingresos, y apropiándose de la renta del suelo.
La vivienda se ha convertido en una mercancía, predominando la construcción de edificaciones que no responden a las necesidades y capacidades económicas de las familias demandantes, lo cual ha implicado en algunos casos su posterior abandono; la edificación de proyectos de vivienda unipersonal en zonas céntricas o “exclusivas”, dirigidas a jóvenes profesionistas o para el alquiler a población flotante tal como personal de firmas multinacionales, relacionadas con otros procesos extractivistas, y turistas atraídos por el marketing externo de la ciudad que consumen estas áreas a partir de plataformas digitales de alquiler de alojamientos y de venta de experiencias dentro de la ciudad.
En esta dinámica ha sido clave la difusión de un estilo de vida que exalta la búsqueda de la singularidad y lo “exótico”, con lo cual expresiones culturales como ferias, tradiciones y festividades locales se han convertido en productos de consumo para los visitantes. Alrededor de este patrimonio se ha gestado una serie de actividades como la construcción de viviendas ociosas en antiguas zonas residenciales para su alquiler, la modificación de edificios de conservación arquitectónica para su uso comercial y recreativos y la privatización de espacios públicos, incrementándose la especulación con el valor del suelo y la presión sobre áreas desarrolladas de manera informal que con el crecimiento de la ciudad se convirtieron en nuevas centralidades y que por su ubicación resultan atractivas para el emplazamiento de nuevos proyectos dirigidos a población de altos ingresos y vinculada a industrias creativas.
Ante esta “gentrificación”, que ha impuesto una mayor barrera a jóvenes profesionales y familias de bajos ingresos para acceder a un hábitat digno, han surgido nuevas formas de organización y movilización ciudadana para defender el “derecho a la ciudad”, así como prácticas alternativas para superar la dependencia económica del turismo y de las compañías multinacionales, la cual quedó en evidencia en la reciente crisis de los precios del petróleo, cuando se desaceleraron las actividades de producción y bienes y servicios orientadas hacia este sector.
Este extractivismo ha sido aprovechado y reforzado silenciosamente por fenómenos como el narcotráfico, ya que a través del lavado de activos ha aprovechado el dinamismo inmobiliario para esconder sus ganancias. Así, un extractivismo ilegal que se expolia recursos en áreas naturales y zonas rurales y que se conecta con otras redes transnacionales de explotación, tales como el tráfico de personas, el comercio sexual y el tráfico de armas, refuerza nuevos procesos de extracción de las ciudades.
Ante estas circunstancias, que se experimentan tanto en ciudades capitales como intermedias de América Latina, Europa y Asia, aunque con distintos matices, ciudadanos y gobiernos debemos cuestionar la forma como se están estructurando los territorios y plantear alternativas a las continuas extracciones de la vitalidad orgánica que le es propia a las urbes y a quienes las conformamos. La ciudad tiene que volver la mirada sobre los territorios de los que extrae los recursos para su funcionamiento y tender por reequilibrar estas relaciones.
No se trata de cerrar las puestas a actividades turísticas y de uso de recursos naturales, sino estimular la creatividad para desarrollar controles y auto regulaciones para reducir sus impactos, dirigidas tanto a consumidores como a productores, de manera que todos asumamos la responsabilidad frente a la forma como disponemos de lo que nos proporciona la ciudad y como la experimentamos. El gobierno de lo urbano requiere una planificación de conjunto en favor del bienestar colectivo, lo cual se garantiza con el establecimiento de reglas del juego definidas a partir de la inclusión de distintos sectores, que consagren derechos y obligaciones y definan mecanismos para su garantía. Necesitamos ciudades para la gente y no a costa de la gente.
Bibliografía
Beuf, A. (2012). De las luchas urbanas a las grandes inversiones. La nueva urbanidad periférica en Bogotá. Bulletin de l’Institut français d’études andines, 41(3).
Gudynas, E. (2009). Diez Tesis sobre extractivismos. Revista extractivismos, Política y sociedad, No. 187, Centro Andino de Acción Popular.
Svampa, M. (2015) (Comp.). El Desarrollo en disputa. Actores, conflictos y modelos de desarrollo en la Argentina contemporánea. Buenos Aires: UNGS.
Vega Cantor, R. (2014). Extractivismo, violencia y despojo territorial en Colombia, ponencia presentada en el Seminario Internacional Geopolítica y Extractivismo en Colombia, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 13 y 14 de mayo de 2014, disponible en https://bit.ly/2HXG6BA.