A un mes de la celebración de la jornada electoral, entre el periodo de campañas en la totalidad de los municipios de la entidad, la celebración del Día del Niño, la conmemoración del Día del Trabajo, el fin de vacaciones escolares, y la última jornada regular del Torneo Mexicano de Fútbol, transcurre esta semana de los últimos días de abril y los primeros del mes de mayo.
Quiero relacionarlos entre sí y mi historia personal, porque estoy seguro que algunos lectores se sentirán identificados. No tiene nada de especial, y al mismo tiempo me sirve para ejemplificar las situaciones que se van dando en el día a día mientras transcurre el proceso electoral.
Uno de los deportes más populares del mundo es el fútbol, practicado, me atrevería a decir, en la totalidad de los países del mundo y cuyo organismo rector tiene más países agremiados que las propia Organización de las Naciones Unidas. Siempre he pensado que es más fácil armar un equipo que constituir un país, por lo que habrá naciones que jurídicamente no tengan ese estatus reconocido ante la ONU, pero seguro tienen selección de futbol, playeras del mismo color y un balón.
De niño, era un deleite salir a jugar, en los campos del Marista o en las calles del sur de la ciudad donde pasé mi niñez, y emular a las grandes figuras de mi equipo. Grupos de chiquillos sin un uniforme de por medio, y cambiando de equipo dependiendo del día, del marcador, de qué tan amigos éramos, o a veces, hasta de las condiciones del terreno, podíamos pasar horas y horas jugando hasta que sucediera lo inevitable: ponchadura de balón, rompimiento de vidrio o, en el peor de los escenarios, los gritos de una madre desesperada porque no habíamos hecho la tarea, o porque tendríamos que prepararnos para el día siguiente.
Dentro de las reglas no escritas del juego estaban las de que el dueño del balón tenía preferencia para escoger jugadores para su equipo; que los hermanos iban en el mismo equipo y que al último que escogían, casi siempre terminaba de defensa o de portero. Que el juego se acababa cuando el dueño del balón se metía a su casa o la clásica frase de “volado, pagado”. Justicia pura del que tiene que hacerse responsable de sus actos.
Una de las cosas más interesantes de la “cascarita” (“pelada” como dicen en Brasil o “picadita” en Argentina) era la ausencia de árbitro. Ningún chiquillo tenía por héroe favorito al de negro, llamado también el juez o el nazareno (que ya desde el apodo trae toda la carga de quien será invariablemente crucificado injustamente). Y mientras todos soñábamos algún día con pisar el pasto sagrado del Azteca siendo los nuevos Tena, Brailovsky, o ya más reciente los Cuauhtémoc o Del Olmo, nadie en su sano juicio quisiera haber sido el Bonifacio, el Archundia o Brizio Carter.
La razón quizá es muy sencilla: el fútbol es una contienda y siempre se espera que exista un ganador. Inevitablemente así sucederá, pues aunque ambos equipos empaten, hay criterios que permiten finalmente determinar quién avanza a la siguiente ronda en un torneo o quien levanta la copa. Así, se podrán descartar criterios hasta que al final incida el factor suerte. Pero siempre habrá un ganador y por lo tanto alguien que pierda.
El árbitro es humano y las decisiones que toma están fundamentadas en la ley, y su presencia física en el juego es tan importante, en tanto aplique las reglas basadas en su experiencia, observación y valoración de los hechos. Se espera que el árbitro sea imparcial, pero al haber un ganador y un perdedor, las decisiones no siempre le gustarán a perdedores (algunos ganadores) y a los apasionados espectadores.
Si el árbitro concede penal: ¡Árbitro justo! ¡Ha imperado la justicia!; pero si no ha marcado la falta en una jugada dudosa, o por beneficiar el desarrollo del juego: ¡Ratero! ¡Corrupto! ¡Ciego!
Ahora imaginemos un terreno de juego, donde los contendientes son los que delimitaron el terreno, las reglas, los jugadores y el juego mismo. No son dos, sino diez, y solamente uno va a ganar. El árbitro tiene la obligación irrestricta de aplicar la ley, no a conveniencia, pero siempre en beneficio de la colectividad por encima de la individualidad, la legalidad sobre la ilegalidad, la democracia como guía de todo.
Las decisiones podrán no gustar a algunos, incluso a todos, pero la convicción es poner todo el empeño físico e intelectual en la labor, siguiendo los principios básicos del sistema electoral. Al final, el mejor árbitro es el que no se ve en las tomas de televisión; es aquel del que no se habla el lunes por su papel protagónico; el que deja jugar dentro de los límites legales a los equipos y al que no le tiembla la mano para aplicar justicia. De ahí que los equipos tengan que medir fuerzas entre sí en un plano de igualdad, no con la autoridad.
Esa es una de las muchas diferencias entre niños y adultos. Cuando jugábamos de niños lo hacíamos sin árbitro porque el objetivo era divertirnos, pasar un buen rato haciendo lo que nos gusta. Siendo adultos adquiere seriedad el asunto, pero el principio debe ser el mismo. Hagamos una contienda donde existan adversarios, no enemigos. Entendamos que la aplicación de las reglas es esencial para el buen desarrollo del juego, confiando en la imparcialidad de la autoridad, y a la larga, aceptemos el triunfo o la derrota, pues los dos son resultados posibles y probables.
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