En el año 63 a. C., Cicerón pronunció una serie de cuatro discursos en contra de Lucio Sergio Catilina, a quien se acusaba de haber conspirado en contra de la República romana. Hacia el año 60 a. C., Cicerón preparaba una edición del primer discurso -conocido como Primera Catilinaria– y es muy probable que las palabras que podemos conocer los lectores actuales pertenezcan a esa versión revisada y no al discurso tal como fue pronunciado el 8 de noviembre, tres años antes. Así, en palabras de Mary Beard: “el texto que tenemos está presumiblemente entre lo que [Cicerón] recordaba haber dicho y lo que le hubiera gustado decir”.
Editar nuestras palabras o posturas con el fin de ajustarlas a la imagen que nos gustaría proyectar es pues una práctica ancestral. Seguramente Cicerón pulió algunos de sus dichos y deslizó fundamentos para algunas de las cuestionables, y cuestionadas, acciones que ejerció en contra de los conspiradores -como el juicio y condena in absentia impuestos a ciudadanos romanos-. De manera similar, aunque con métodos más desaseados, los políticos y las figuras públicas de nuestros tiempos enmiendan sus declaraciones.
Los entrenadores de futbol se desdicen y aseguran nunca haber jurado que no trabajarían para tal o cual equipo. Los conductores de radio y televisión niegan haber espetado insultos racistas, clasistas o meramente ignorantes a su auditorio. Los políticos juran no haber dicho lo que sí dijeron, y siguen jurando aun cuando se los enfrenta a las grabaciones en que se escucha claramente que sí dicen lo que sí dijeron.
Desde la Roma republicana hasta nuestros días, las personas de renombre han moldeado la parte visible de su personalidad hasta crear personajes oculta y deliberadamente ficticios. Ahora, las redes sociales nos permiten a los ciudadanos de a pie disfrutar del mismo privilegio. Nuestros “perfiles” son producto de elecciones minuciosas y planeadas. Nuestros posts, tweets, tiktoks, selfies, etc., forjan a los protagonistas de un mundo de fantasía inspirado en la realidad, que además gira siempre en torno a ellos y sobre el que pueden opinar con absoluta suficiencia. Resaltamos algunos rasgos de nuestra identidad, relegamos fallas de carácter. Somos más simpáticos, enigmáticos o extrovertidos. Retocamos nuestras fotos. Corregimos comentarios o, cuando no hay manera de salvarlos, los borramos. Vamos, que limamos la rebaba.
Lo cierto es que estas realidades alternas en las que somos más guapos, interesantes y cultos, o más vulgares, agresivos y temerarios -porque para los dos lados hay tendencia- no me desagradan. A mí me gusta diseñar a mi alter ego, y me gusta que interactúe con los personajes diseñados por otros -a veces le va muy bien, a veces es simpático; otras veces tropieza, aburre, se contradice-. Sin embargo, comienzo a extrañar a la gente. Me hacen falta los cafés, los mezcales, las conversaciones, la tercera dimensión, los bostezos y los estornudos. También las frases a medias, la crueldad involuntaria, el tacto y el olfato. Los emojis y los “jajaja” no me divierten tanto como las risas, los gestos, las “caras”.
El Cicerón de Cicerón, el de la Primera Catilinaria escrita, el del “Quousque tandem…” y el “O tempora, o mores”, el del 60 a. C. es imprescindible para la historia de la civilización occidental, para la historia de la retórica, para la historia a secas; no obstante que disfruto de leerlo, preferiría haber escuchado de viva voz al Cicerón del 63 a. C., que seguramente fue menos elegante, preciso, congruente, y más apasionado, temeroso, fallido. Últimamente siento ganas de platicar con personas y no con personajes.
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