Cuando era estudiante de Letras descubrí que para algunas personas -amantes de la lectura- la simple idea de “estudiar” la literatura resultaba un sinsentido. Narradores, poetas y ensayistas se jactaban de su sensibilidad y de las cantidades ingentes de libros que habían leído, y menospreciaban las teorías literarias y la lingüística, a las que tachaban de incapaces de atrapar la serie de valores metafísicos y etéreos que ellos atribuían a los textos. La “disección” -así lo llamaban- de un poema o un cuento equivalía al sacrificio de la gallina de los huevos de oro; averiguar cómo funcionaba un dispositivo literario significaba dejar de “sentirlo”. Con el tiempo me quedó claro que en realidad sabían poco y que eso poco que sabían se reducía a un directorio de nombres y títulos, aderezado con anécdotas irrelevantes literariamente, pero indispensables para una revista de nota rosa.
Desde entonces, con preocupante y creciente frecuencia, me he topado con situaciones similares. Personas de todas las edades prefieren ignorar pues suponen que el conocimiento despoja de “magia” a los hechos. No quieren saber qué ocurrió en un sitio histórico, ni los principios que hacen posible que los aviones vuelen, ni los principios ópticos que dieron pie al surgimiento del puntillismo; tampoco les interesa cómo funciona el control remoto, ni la pantalla táctil, ni la perspectiva en la pintura renacentista; mucho menos desean averiguar el tamaño del Universo, las posibilidades de que exista vida en otros planetas, por qué Picasso pintaba lo que pintaba,o qué tan cerca estamos de conciliar la teoría de la relatividad con la física cuántica.
Creo que uno de los grandes retos que enfrentamos actualmente, como sociedad y como formadores de las nuevas generaciones, es desarticular esa perniciosa creencia de que el conocimiento y el placer se encuentran en una relación de antonimia. Para lograrlo debemos dotarnos de nuevo de la capacidad de asombro. Además, es indispensable que aprendamos a crear enlaces que tengan como resultado la sofisticación del placer intelectual. Es decir, debemos transitar por rutas que lleven del gozo de la novedad y la sorpresa al gozo de la comprensión y la sabiduría, de manera que comprender y saber incrementen las posiblidades de gozar con “nuevas novedades” y nuevas sorpresas. Y así, ad infinitum, o por lo menos hasta nuestro fin particular.
Como ejemplo de lo perjudicial que resulta no saber, en términos de no disfrutar, recuerdo una nota de hace unos cuantos años que fluctúa entre lo simpático y lo patético. La sonda Juno fue enviada hacia Júpiter por la NASA en 2011 y llegó con éxito en 2016. El hecho era relevante y fue difundido por medios de todo el mundo. Un par de conductores de un programa de noticias tuvieron a bien equivocarse monumentalmente al anunciar el hecho y al mismo tiempo hicieron evidente su palmaria ignorancia. Comenzaron estrictamente apegados al guion y anunciaron que la sonda había llegado a su destino. Mencionaron que el viaje de la sonda había durado cinco años. Y entonces, entre las imágenes de apoyo, apareció una de los entonces tripulantes de la Estación Espacial Internacional, y la cosa comenzó a ponerse rara. Los conductores del programa incorporaban las escenas que veían a su relato, así que hablaron de la celebración de los científicos después de que se vio a un grupo de personas saltando de gusto; y hablaron de los tripulantes de la sonda después de ver a los astronautas de la EEI. Y como ni idea tenían de cuál era el logro, dónde está Júpiter, la historia de la exploración espacial, los avances en equipo y quiénes eran Yuri Gagarin, Neil Armstrong o Valentina Tereshkova, sus comentarios giraron en torno a lo heroico de los astronautas que habían viajado durante cinco años a Júpiter dejando a sus familias.
La misión de Juno era obtener información sobre Júpiter que ayudaría a comprender el origen de nuestro sistema solar. Pero los conductores estaban imposibilitados para entender la importancia de ello y, a fuerza de saber muy poco, mucho menos podían asombrarse o disfrutar. Así que optaron por asombrarse de aquello que ellos alcanzaron a comprender: lo difícil que ha de ser viajar cinco años sin tu familia. Lo triste es que no sólo no se trataba de un asombro gris y pasajero -sus reflexiones en torno al tema eran también desinformadas, no tenían idea de si el aislamiento por tanto tiempo es posible o cómo afecta física o psicológicamente a quien lo experimenta- sino que no tenía el menor fundamento. Si hubieran sabido y gozado la historia de la llegada de los seres humanos a la Luna, si hubieran sabido y gozado la historia de cómo los seres humanos descubrimos las magnitudes del Universo, si hubieran sabido de la sonda Juno unos meses antes, si ya por lo menos hubieran leído las notas unos minutos antes de comenzar su programa, habrían comprendido la importancia y no la habrían actuado solamente -porque hasta hiperbólicos se pusieron y llamaron “nave milagro” a la Juno-.
Mientras mantengamos la oposición entre conocimiento y disfrute, seguiremos viendo cómo los terraplanistas festejan con júbilo que ya imprimieron playeras con sus logos y lemas, y cómo los asistentes a una lectura de poesía llegan a las lágrimas porque el poeta arrítmico lee muy bonito o la narradora enemistada con la sintaxis eligió un tema “muy fuerte” para su cuento. Mientras mantengamos la oposición entre conocimiento y disfrute, serán los memes sobre la imagen de un agujero negro los que nos brinden alegría pasajera y no la “milagrosa” primera imagen de un agujero negro la que nos dote de perdurable y sabia felicidad.
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