En su afán de popularidad, Andrés Manuel López Obrador ha llegado a instancias que van del sinsentido al peligro abyecto. Hace unos días, en Veracruz, hizo una “consulta” a mano alzada sobre política exterior: ¿debía o no contestarle todo a Trump? Esa pregunta ambigua, en una circunstancia específica, en un mitin (el presidente sigue en campaña) con seguidores y suscriptores de su política, sirven para justificar una acción y hacerla pasar como respaldada por la comunidad. Esto ya es peligroso en sí: la idea que el presidente y su equipo difunden sobre el apoyo “masivo”: sucedió en sus consultas sobre el aeropuerto o el tren maya, y sigue sucediendo sobre cualquier tema que el presidente desee colocar en la agenda como un reclamo popular. No es verdad que unas decenas de personas (o incluso cientos) que van ya sea por propio pie o desplazados por las y los movilizadores de Morena representen a las y los mexicanos. Pero, aunque así fuera, el gobierno no debe funcionar (aunque parezca contraintuitivo) conforme piense la mayoría.
Aunque López Obrador se refiera a sus seguidores como “sus asesores”, la presidencia debería buscar en toda ocasión la consulta de las y los expertos, que para eso es que tenemos una democracia representativa. La democracia participativa directa es peligrosa por la única razón de que las opiniones pueden no tener ninguna base científica/objetiva, o más crudo aún: mínimamente informada. Aunque sea una analogía manida, pensemos en el dueño de una empresa que descubre que su gerente general toma las decisiones sobre los procesos de su empresa, no en función de números, cálculos y proyecciones, sino de lo que, en pleno, deciden las personas que en esa empresa laboran.
Muchísimas cosas hay que, por definición, no pueden someterse a consulta: en primer lugar, aquellas referentes a los derechos humanos. No importa si la mayoría piensa que un grupo étnico, por ejemplo, debe ser privado de ciertos derechos: cualquier distinción sobre los derechos a que un grupo es sujeto, ya sea por raza, sexo, preferencia, condición económica, viola el precepto mismo de la democracia, porque, como he dicho en otras ocasiones, ésta no puede ser sólo una sofisticación de un enfrentamiento con piedras en donde las decisiones las toma la mayoría que ganó el combate. Una de las aspiraciones mismas de la democracia es por definición la búsqueda del bien común universal. Tampoco pueden consultarse aquellas cosas que requieran de una decisión técnica. Se pueden aportar ciertos lineamientos, pero no las formas de aplicación. Es fácil entender que mientras podemos poner ciertas condiciones de estética, uso, distribución al arquitecto que hace el proyecto de nuestra casa, sería bastante idiota pretender decirle (sin dominio del tema) cómo resuelva los desafíos técnicos para cumplir con nuestras peticiones.
El populismo radica justamente en hacer sentir a la población una cercanía que, en sentido estricto, para su bienestar, es completamente irrelevante: da exactamente igual si nos gusta o no Trump, o nos simpatiza más Guaidó que Maduro o viceversa, debe ser un estrictamente un equipo con un indiscutible dominio de los temas en cuestión quienes tomen esas decisiones. La eficiencia gubernamental es a mediano y largo plazo la mejor forma de integración. Las instituciones más robustas a lo largo de la historia (para bien o para mal) tienen un sentido jerárquico clarísimo: las familias, las iglesias y los sistemas educativos. Las excepciones, que abarcamos conforme fuimos alcanzando la modernidad: la academia y la comunidad científica, funcionan de manera horizontal porque encuentran un rasgo distintivo: la paridad entre sus integrantes. En un país, y más en uno tan extenso y complejo como México, la idea de que los temas se discuten entre pares es una ilusión (tener los mismos derechos no significa ser pares). Un Estado que históricamente ha fallado con condiciones educativas, económicas, de salud, no puede hacer como si sus ciudadanas y ciudadanos estuvieran en condiciones iguales para tomar decisiones de ningún tipo, incluso por resultados contraproducentes: parece obvio que quienes menos saben cómo debe conformarse un proyecto educativo sean aquellas y aquellos que no recibieron educación. Más importante que un pueblo “sabio” (que AMLO usa como sinónimo de bienintencionado) es un pueblo ilustrado y ante su ausencia debemos apostar por una epistocracia: por el bien de todas y todos.
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