Norte de Aguascalientes. 15 de abril de 2019. El escribano escucha por las ondas de radio -ese instrumento de comunicación cuya paternidad se disputan Alexander Stepánovich Popov, Nikola Tesla, Guillermo Marconi y Julio Cervera- de la tragedia que se desarrolla a las orillas del río Sena: la catedral de Notre Dame es devorada por las llamas y miles de parisinos presencian, impotentes, la catástrofe que se cierne sobre el símbolo por antonomasia de la cultura europea.
Provocado por el suceso infausto, una serie de personajes relacionados con el edificio en cuestión se proyectan en la mente del amanuense: Heraclio de Cesárea incitando a la guerra santa; San Luis de Francia colocando la Corona de Espinas; el cuerpo exánime de María Antonieta Rivas Mercado; y las tropas del general Charles de Gaulle colocando la bandera tricolor con la Cruz de Lorena en el centro para celebrar la liberación de París del yugo de Adolf Hitler.
El acontecimiento aciago arriba descrito es el sujeto del artículo de hoy, el cual pretende explicar por qué Notre Dame, entre otras cosas, es un catequismo arquitectónico, histórico y literario.
En 1160, el obispo de París, Mauricio de Sully, decidió construir en la Isla de la Cité, sitio de un antiguo templo dedicado a Júpiter, una catedral. Para este efecto, la iglesia romanesca fue demolida y sus materiales fueron reciclados para construir un santuario de estilo gótico. Es decir, edificios caracterizados por su gran elevación y vasta iluminación.
Durante la Edad Media, la catedral presenció eventos tales como: la colocación de la Corona de Espinas por San Luis de Francia; la apertura de los Estados Generales por Felipe el Hermoso; la coronación de Enrique VI de Inglaterra como rey de Francia, durante la Guerra de los Cien Años. Posteriormente, durante la Edad Moderna, el templo atestiguó las bodas de: Jacobo V de Escocia; María, reina de Escocia; y Enrique de Navarra. Asimismo, la jura de Enrique de Valois prometiendo respetar las libertades tradicionales y la ley de libertad religiosa.
Con motivo de la Revolución francesa, los jacobinos establecieron, el 20 de noviembre de 1793, la Fête de la Raison -una idea del periodista Jacques René Hébert y del impresor Antoine-François Momoro- la cual consistía en establecer una religión de la razón. La principal ceremonia de este movimiento tuvo lugar en Notre Dame. Ahí, el altar cristiano fue desmantelado y se instaló un tabernáculo a la Libertad. Por último, la inscripción “A la Filosofía” fue cincelada sobre las puertas de la catedral.
Sin embargo, a juicio del escribiente, el acontecimiento que cimentó el lugar de Notre Dame en la historia de Francia y Europa fue la coronación de Napoleón Bonaparte. Para tal efecto el papa Pío VII acordó viajar a París para oficiar en la investidura del emperador de los franceses. Una vez en la capital gala, la delegación papal aceptó una serie de cambios para la ceremonia, entre ellos el hecho de que Napoleón se colocaría la corona sobre su testa.
El domingo 2 de diciembre de 1804, París se despertó al sonido de los cañones. Napoleón Bonaparte y su mujer, Josefina, salieron de Las Tullerías escoltados por los Granaderos a Caballo de la Guardia Imperial. Por su parte, el Papa viajó a Notre Dame, precedido por un obispo que montaba una mula y que sostenía el crucifijo papal. Cuando el Sumo Pontífice entró a la catedral, se entonó el himno Tu es Petrus.
A continuación, siguió una ceremonia que mezcló la liturgia civil y religiosa y cuyo clímax fue la autocoronación de Napoleón Bonaparte. Instantáneamente, Pío VII proclamó la fórmula Vivat imperator in aeternum (“¡Viva el Emperador por siempre!”, en latín). El grito fue repetido por los presentes. Al terminar la misa, el Papa se retiró a la sacristía para no presenciar el ritual laico. Por último, el magno acontecimiento fue inmortalizado por la brocha del pintor Jacques-Louis David.
Si la coronación de Napoleón Bonaparte aseguró el lugar de Notre Dame en la historia universal, fue la pluma del gran Victor Hugo la que le certificó un lugar imperecedero en la literatura. Hugo había publicado un opúsculo intitulado Guerre aux Démolisseurs, “Guerra a los demoledores”, en francés. En el ensayo, el literato se quejaba de que “en París, el vandalismo florece y prospera bajo nuestros ojos”1, pues el escritor se oponía a la destrucción de la arquitectura medieval.
De la fecunda pluma de Víctor Hugo salió, en 1831, Nuestra Señora de París, una clara referencia a la catedral de Notre Dame. Los personajes de la novela son arquetipos de la naturaleza humana: la bella y compasiva gitana Esmeralda; el lascivo y, a la vez, piadoso Claude Frollo; el mujeriego y petulante capitán Febo de Chateaupers; y el jorobado Cuasimodo, cuya deformidad es una costra que esconde un corazón ingenuo y noble.
Nuestra Señora de París se enquistó en la mente de los lectores a lo largo y ancho del orbe. Ejemplo es lo que otro grande de la literatura, Fiódor Dostoyevski comentó: “Un libro genial…Quasimodo es la personificación del pueblo francés de la Edad Media, oprimido y despreciado, sordo y deforme”.
La catedral de Notre Dame no es ajena a la historia de México: en 1931, la intelectual María Antonieta Rivas Mercado, despechada por el rechazo de su amante José Vasconcelos, se suicidó con un disparo en el altar del templo. Por otra parte, en 1949, se consagró una capilla a nuestra tonantzin: María de Guadalupe.
El escribano concluye: Aparte de saber qué o quién(es) provocó (aron) el siniestro, hay una cuestión toral: la reconstrucción de Notre Dame, pues como dijo Victor Hugo: “Un privilegio comparable a nuestra libertad actual de la prensa, era la libertad de la arquitectura”.
Aide-Mémoire. Los chinos han sido cáusticos con el secretario de Estado, Mike Pompeo, pues lo acusaron de hipócrita y de “perder la cordura” ante los avances comerciales de China en América Latina.
1.- Hugo, Victor. Notre-Dame de Paris, Gallimard, Paris, 1974, p. 656.