Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura.
José Gaos
Hay cierto desdén hacia los libros. Lo triste no es que esta actitud negativa provenga de los ignorantes que jamás han leído más allá de un par de líneas, o de aquellos para los cuales la gran literatura se encuentra en la mesa de novedades del Sanborns, sino de grandes pensadores que nos han legado obras que después de más de veinte siglos aún no perecen en la lastimosa memoria de nuestra cultura. Me refiero específicamente a Platón. En uno de sus diálogos, habla de los libros en un tono un tanto despectivo: “¿Qué es un libro? Un libro parece, como una pintura, un ser vivo; pero, si le hacemos una pregunta, no responde. Entonces vemos que está muerto”. Por ello, Platón escribió sus obras en forma de diálogo, para anticipar las dudas y preguntas del lector, y para sumergirlo en una atmósfera donde la letra no es signo muerto, sino potencialidad infinita de significación e interpretación.
Leyendo a Borges, me quedo mejor con una interpretación poética: “Pero podríamos decir también que Platón estaba triste por Sócrates. Después de la muerte de Sócrates, se diría a sí mismo: ‘¿Qué hubiera dicho Sócrates a propósito de esta duda mía?’. Y entonces, para volver a oír la voz de su querido maestro, escribió los diálogos… Me imagino que su principal propósito era la ilusión de que, a pesar de que Sócrates hubiera bebido la cicuta, seguía acompañándolo”. No se puede negar cierta belleza melancólica en esta interpretación de Borges. Basta imaginar al joven Platón desconsolado tras la muerte de su maestro, escribiendo los diálogos para volver a escuchar su voz.
Pero regresemos a nuestro punto. El libro no es signo muerto, y tan no lo es que podemos decir que es una extensión de nuestra capacidad de seguimiento imaginario, como los demás objetos útiles son extensiones de alguna parte de nuestro cuerpo. Borges vuelve a ser especialmente iluminador a este respecto: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”.
Con ello llegamos al terreno al que deseaba arribar. El libro en sí mismo no está muerto. Más bien duerme en un plácido sueño: las letras despiertan de su suave siesta cuando el agudo lector las interpreta y las hace suyas. El libro, así, se vuelve una extensión de nuestra imaginación y nos restituye a una vida alejada de la monotonía y las experiencias cotidianas. Por decirlo de otro modo, los grandes libros renuevan nuestra percepción de la realidad y nos hacen reparar en fenómenos que pocas veces capturan nuestra atención o que en su cotidianeidad pierden el encanto de su belleza.
Por ello, no sucumbo ante el pesimismo de los letrados ni de los ignorantes. Por supuesto que nunca hay demasiados libros. Sería tanto como decir que hay demasiado amor, bondad o compasión. La analogía no me parece forzada. ¡Nunca son demasiados! La cultura de una persona es proporcional a su amor por los libros, a su deseo de llevarse todos los ejemplares que atestan los estantes de una librería, a su deseo renovado por dejar volar su imaginación y sumergirse en un mundo dormido, desconocido, siempre nuevo.
Gabriel Zaid lo dice mucho mejor que yo (¡por supuesto!): “La gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha leído, compra lo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito, y cuando tiene ya media docena de libros sin leer, se siente tan mal que no se atreve a comprar otros. En cambio, la gente verdaderamente culta es capaz de tener en su casa miles de libros que no ha leído, sin perder el aplomo, ni dejar de seguir comprando más”. Estoy de acuerdo con Zaid, pero mi tarjeta de crédito sufre cada vez que entro a una librería.
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