Hoy, no hablo de la campaña política intermedia que debido a la fiesta inaugural de la Feria Nacional de San Marcos, no será escuchada a pesar de hacerse bocas con Veolia o sin ella; ni discurro sobre ese dantesco y pavoroso incendio de Notre Dame, la catedral de París, -la que simbólicamente nos quiere arrebatar de la memoria secular- y evento del que seguramente el mundo asombrado seguirá hablando, en esta más que emblemática Pascua de Resurrección; hablo de la crónica de aquellos días santos, a partir del año 30 de nuestra era, que recrea ese memorial perviviente durante más de dos mil años, que con base en el existencial femenino parece partir en dos fenotipos a la humanidad: aquella mujer Martha se afanaba en la preparación de alimentos y del servicio a la persona del Maestro y sus acompañantes, María entre tanto se había sentado a los pies de él y escuchaba absorta sus palabras. (Episodio evangélico, Lucas 10, 38-42).
No se hizo esperar el reclamo de Martha ante Jesús de Nazareth, por la falta de ayuda de María a sus muchos quehaceres, principalmente para darles de comer; a lo que tuvo como respuesta: “te afanas y preocupas por muchas cosas, y de una sola hay necesidad. María, en efecto, eligió para sí la mejor parte, que no le será quitada”.
Seis días antes de la Pascua, Jesús regresa a Betania, porque le ofrecen una cena sus amigos, en la que se repite un cuadro ya habitual, María servía, Lázaro el resucitado era uno de los comensales, y María mediante un gesto en que sobreabunda su admiración y afecto por Jesús, le unge los pies utilizando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y los seca con su pelo, e inundando con su fragancia la casa. Acto que Jesús reedita como anuncio cierto de la unción que habría de recibir una vez muerto. Este es el punto crítico de su argumento.
Mientras sus propios discípulos y seguidores se preguntaban sobre el derroche con que le investía su querida amiga, él anunciaba mediante ese preciso símbolo el sacrificio último de su propia vida en aras de dar el testimonio supremo de su amor por la causa del hombre, al que está trayendo el Reino del Padre con su persona. En suma, optar por creerle a Jesús es signo inequívoco de que su mensaje y su entrega sacrificial cumplen a cabalidad su misión en esta Tierra, abriéndole a todo hombre y a toda mujer la posibilidad de ser libres, emancipados y poseedores de la titularidad en tanto hijos de Dios. Algo que al espíritu inquieto y proactivo de nuestro mundo le parece ocioso y oneroso en detrimento del rendimiento productivo humano.
¿Y qué nos significa personalmente esa partición del resto humano en dos fenotipos distintos: uno, el activo y de servicio; dos, el contemplativo?
La respuesta la podremos obtener al identificar ese punto (punctum/ captación gozosa inteligente, o “insight”, en Filosofía descubrimiento intelectual sorpresivo) significativo con que nos ilustra dicha narrativa. María, sentada a los pies de Jesús, adopta la tradicional postura del discípulo, se está atento a la escucha de la palabra del maestro, libre de todo afán, en una serena quietud lista para el aprendizaje; máxime en tiempos cuando la transmisión del conocimiento era eminentemente oral. Queda claro que la prioridad de Jesús es la opción por el alimento del conocimiento que alienta la vida humana hacia una vida perdurable y en toda su plenitud, por encima de la transitoriedad efímera que se gesta por los afanes de aquí en la Tierra.
Actitud que está muy lejos de ser la de un profeta desadaptado de este mundo, o un visionario que actúa fuera del sentido común a todos los mortales; en realidad, estos episodios en torno a sus amigos Lázaro, Martha y María, Jesús de Nazareth los vive como un preámbulo meridianamente consciente, al punto culminante de quiebra que señalará su término existencial aquí en la Tierra, y que son ocasión inmediata del complot de las autoridades judaicas para producir su muerte, su injustificable juicio sumario, su dolorosa pasión y humillante muerte en la cruz.
Evento que nos interpela a fin de que tomemos, en persona, la decisión fundamental sobre el sentido de nuestra vida. Por ello, quizá, este tiempo intensivo particularmente de la cultura occidental cristiana habrá de hacer o más fácil o más difícil la exclamación: “¡Felices Pascuas!”.
Según la Doctrina Cristiana, como fue entendida por los Padres de la Iglesia, postula que no es posible hablar de “encarnación” sin hablar del sentido total del acto de “abajamiento” del Salvador, que asume nuestra carne con el fin de poder compartir con nosotros el misterio más profundo de su “Kénosis” o ‘abajamiento total’ en la muerte y una muerte de cruz; para poder tomar el viaje de regreso a su Padre, mediante el paso inaudito de su Resurrección. En realidad “Pascua” (Pesaj en hebreo) significa tránsito, el punto de salida a la liberación de la esclavitud; es el inicio de una vida nueva. Que se convierte en requisito personal, “pesaj”, de nuestra transformación personal hacia una vida en plenitud. El cumplimiento puntual de la “tarea cumplida” aquí en la tierra, si atendemos al postulado de los existencialistas, pero que trasciende a la vida imperecedera.
Y aquí estamos en materia. La disyuntiva entre dos fenotipos humanos: una vida de muchas ocupaciones/servicios intramundanos, o una actitud contemplativa hacia la trascendencia.
Históricamente, ya tenemos una respuesta que afortunadamente ha demostrado ser nada provisional. Las Confesiones, obra literaria íntima de San Agustín (354-430 de nuestra era), es en esencia un gran ejercicio de su “memoria vital”, que curiosamente pasa y queda sustentada en lo que él llama “intimo meo” (mi más íntimo ser), y todo para realizar el gran tránsito de lo que era como espíritu carnal aquí en la tierra, hacia el estado definitivo de ser carne espiritual, como conceptos centrales que consagra en su gran tratado de “La Ciudad de Dios”.
Desde luego que, en palabras de un gran retórico clásico, estos nombres no son simples caprichos de la lingüística sino indicaciones significativas, sememas dirán los semiólogos, de meta-conceptos que ensayan definir el sentido más real y profundo de la condición humana. Y todo para tratar de entender qué hacemos en esta Tierra, como planeta que peregrina por el Universo físico del espacio-tiempo. Océano cósmico insondable, cuya avasallante presencia obliga la pregunta: ¿Y qué es primero, el espíritu o la materia?
¿La praxis o la contemplación? O puesto de otro modo, ¿la materia/energía se explica por sí misma, sin necesidad de la meta-física? Así lo argumentó el genial cosmólogo Stephen Hawking. Dios no hace falta para explicar el Universo. Después de éste, nada.
O bien, explíquese usted, ¿En qué micro-partícula energética reside un pensamiento y cómo él se transporta a través de ella? Dicho de otra manera, para ser consecuentes con San Agustín, ¿Cómo el afecto-inteligente puede ser reducido a un cuantum/corpúsculo de energía-materia? – Disyuntiva que pareciera concluirse en que el fenómeno humano sólo puede ser cabalmente entendido a la luz de su posibilidad de Trascendencia (No-tiempo, no-espacio) y, en fuerza de ello, ahí comenzaría la memoria vital, la referencia inevitable a su origen pasado y su impulso irrefrenable a un destino futuro, más allá de la inmanencia en la Tierra. Y, para concluir, lo más sorprendente: intuir/contemplativamente que al final, está la libre auto-determinación del espíritu y no de la entropía (que es cesación final de la energía que in-voluciona en la nada), lo intra-material.
Si continuamos con la disyuntiva del existencialismo intramaterial, o inmanente en la Tierra, habría que preguntarnos: ¿cómo nos preparamos para morir?, ¿cumplir nuestra tarea humana sólo mediante la acción y el servicio a la humanidad?, o ¿cumplirla abiertos a la contemplación de lo Trascendente? Jesús de Nazareth ya nos dio su respuesta. María había optado por la mejor parte, y no le será quitada…
Lo que nos trae este Sábado Santo es precisamente esta interpelación sobre el sentido de nuestra vida, o es una vida de puro negocio, o es una vida abierta a la contemplación del Espíritu. ¿Por qué importa tan vivamente la reconstrucción de la catedral de Notre Dame de París? ¿Por razones de un servicio material a los hombres de nuestro siglo y a los de nueve siglos anteriores que admiran su belleza? ¿No será que más bien importa el signo inmemorial del espíritu creador en ella incorporada? De lo que hoy hablamos, entonces, es del sentido de nuestra vida humana; que desafortunadamente pensamos sólo es tarea humana a cumplir un poco antes de nuestra muerte. Y ¿dónde está ese punto culminante de nuestra muerte?
Es una pregunta trascendental que se juega, hoy. En el presente de la conciencia humana. No hay que esperar a ser diagnosticados de una fase terminal de la vida, o sufrir de una enfermedad crónico-degenerativa, para interesarse por esta disyuntiva. Esta opción importa hoy, en el presente del tiempo intensivo de nuestra conciencia. En este espacio-tiempo comprimido, reducido a la mínima expresión de un instante, del afecto emocional por mi pervivencia, de la intuición inteligente en un más allá, al final, de una opción contemplativa del Espíritu. Carne verdadera del mensaje por el que Jesús de Nazareth vio cumplida su misión de aquí de la Tierra, y entregó su vida por ello. Una decisión suprema que queda sólo a cada hombre y cada mujer.