Hacia mediados de la década de 1960, en EE.UU. comenzaba a resultar evidente que la guerra de Vietnam no iba a ningún lado. Los estadounidenses no acumulaban logros significativos. Ni siquiera tenían objetivos claros. Si bien controlaban a medias el sur del país, los guerrilleros norvietnamitas se encontraban por todos lados; así que no había manera de medir el éxito a partir de territorio ganado. Además, la opinión pública y los congresistas norteamericanos entendían cada vez menos las ventajas o siquiera las razones para continuar enviando soldados al otro lado del mundo. La contención del comunismo no parecía suficiente explicación y no había datos que hicieran pensar que, si se perdía Vietnam, Occidente corriera peligro real.
Una batalla empantanada, una estrategia difusa y unas metas desenfocadas -sumadas a una terquedad y una arrogancia supinas por parte de los militares y políticos- desdibujaron también la medición del éxito. “Un problema frecuente en la guerra es el conteo. Hay situaciones en que si no se puede contar lo importante, se da importancia a lo que sí se puede contar”, comentaba James Willbanks, autor de Abandoning Vietnam. Y el ejemplo más contundente de ello fue la decisión del general Westmorland (acusado por la CBS de haber manipulado datos y haber subestimado la fuerza de los norvietnamitas) de comenzar a cifrar el éxito en el número de enemigos muertos. Como no había terreno para recuperar o instituciones que desestabilizar, entonces la guerra se ganaría si se mataban más contrincantes de los que el enemigo podía reponer.
Las consecuencias de una estrategia así fueron terribles y cayeron como fichas de dominó. Se comenzó a matar más combatientes. Y como lo premiado era el conteo de muertos, se contaban también a los no combatientes, en tanto estuvieran muertos. Así, los soldados pasaron de ser tales a ser simples asesinos, y mentirosos. Cruzado ese límite, pues mataron indiscriminadamente más y más civiles. Al final, una guerra que comenzó sin pies ni cabeza, terminó sin pies ni cabeza y con una cuota de muertos vergonzosa y salvaje.
Cuando comencé a estudiar la licenciatura, uno de los fantasmas tradicionales de la educación superior había sido ya eliminado por completo; ni una sola licenciatura o ingeniería requería que los egresados elaboraran una tesis. La titulación era automática. Los argumentos que algunos administrativos esgrimían para haber hecho tal cambio parecían asentados firmemente en la reflexión en torno a la educación. La tesis no representaba fielmente las capacidades de los estudiantes; su valor práctico era ínfimo en comparación con el trabajo que se invertía en ellas; el énfasis de las licenciaturas no era propiamente la investigación, etc. Sin embargo, algunos profesores aseguraban que las razones eran de índole menos académica que estadística. Muchos estudiantes quedaban sin graduarse debido a que no entregaban o no acreditaban -por decidia, incapacidad o imposibilidad- su tesis. Así, por mero cambio de polaridad, la eficiencia terminal aumentaba notablemente si se eliminaba el requisito.
De manera similar, un buen día sucedió que los niños de educación básica dejaron de reprobar. Una polémica intensa se desató, había quienes no concebían que por el simple hecho de asistir a la escuela todos los alumnos recibieran un certificado de primaria. Las razones para ello, por supuesto, parecían también convincentes y meditadas. Los exámenes no reflejan fielmente la capacidad real de los niños; la educación básica brinda un conjunto de habilidades y conocimientos que no pueden ser reducidos a la capacidad de contar o saber cuándo se escribe b y cuándo v; la escuela es un espacio de seguridad, protección y formación, y no sólo un lugar para asistir a clases, reprobar a un niño significa exponerlo al abandono escolar; etc. Pero no faltó quien sugirió que la verdad era muy distinta: se eliminaba la reprobación porque para pertenecer a algunas organizaciones internacionales, había que mejorar los números; es decir, requeríamos más egresados de primaria y secundaria. El problema no era qué sabían los niños, sino que el porcentaje de niños que tenían seis o nueve años de escolaridad era bajo. Si nadie reprueba, más niños “estudian” más años.
Como la calidad, la satisfacción, la cultura, la capacidad, la felicidad son difíciles de evaluar -así sean lo importante-, se le dio importancia a lo evidentemente contable. El conteo, pues, se convirtió en la obsesión. Universidades, primarias y secundarias cayeron presas de la indefinición; los objetivos se tradujeron a números. Los logros se transformaron en cuotas. Había que contar egresados. Los porcentajes lo decían todo. Las instituciones valían por su capacidad de entregar a la sociedad niños alfabetizados o licenciados a granel. Los estudiantes universitarios éramos cifras en potencia. Incluso años después de haber egresado, nos llamaban a casa para preguntarnos cómo nos iba, pero los cuestionarios estaban diseñadas para sumar: años trabajando, años sin trabajar, sí o no trabaja en su área. Ni una pregunta tenía que ver con nuestra opinión, nunca nos pedían nuestras sugerencias. Los estudiantes de primaria eran certificados entregados que engrosaban celdas de Excel.
Y uno tras otro, los errores se acumularon. Si había que tener más egresados, había que egresarlos a todos. Para lograrlo había que otorgar mejores calificaciones. Esto se podía lograr mejorando la educación o debilitando los requisitos. Lo segundo era más rápido, y es lo que ocurrió. Y de pronto, maestros, universitarios y niños, nos encontramos sin motivación, incompetentes y mal educados. Y nuestro país arrastra ahora una vergonzosa cuota de maestros devaluados y desprestigiados, licenciados incompetentes, y estudiantes certificados y analfabetos.