Está claro para todos nosotros ahora que la democracia, tal como se concibe y practica actualmente, puede producir resultados terribles. Las mayorías pueden ser engañadas, como cualquiera de nosotros en nuestros momentos más crédulos. Esta situación no debería ser sorprendente, ya que las democracias modernas no son experimentos nuevos donde se comienza aprendiendo mediante el ensayo y el error.
Nos encontramos en el hito de casi dos siglos de teorización cuidadosamente elaborada y delicada ingeniería social. Muchas de las condiciones que a menudo se requieren para una democracia funcione ya se han establecido. Sólo piensa en la libertad de expresión y asociación ganada con tanto esfuerzo, de la cual ahora disfrutamos, y que hoy es impulsada por tecnologías previamente inimaginables que permiten que las prácticas de comunicación crezcan de manera exponencial; o considera cuántas formas significativas de desigualdad han sido (prácticamente) desterradas de nuestras sociedades, como presa del estigma público; o toma en cuenta lo factible que parece tener ahora una educación básica universal (y en muchos casos gratuita). No obstante, hay desafíos espinosos en el camino que nos quedan por delante, y actualmente estamos experimentando cambios sin precedentes. Aunque queda mucho por hacer, a algunos les parece que hemos estado apuntando en la dirección correcta.
Nuestras condiciones actuales parecen ser un paraíso para la democracia deliberativa. Se pueden expresar inquietudes, se tienen en cuenta las opiniones, los debates estructurados sobre políticas públicas son casi obligatorios (o al menos son una práctica común). En este contexto, ¿podemos, como un todo colectivo, tomar decisiones correctas e informadas? Lo cierto es que esta situación no es de lo más común. Desde la perspectiva de nuestras tecnologías de comunicación, deberíamos vivir en un paraíso deliberativo. Sin embargo, como todos reconocemos, la discusión pública es terrible, tanto moral como epistémicamente. ¿Por qué está pasando esto?
Las democracias liberales están en una crisis profunda. Las consecuencias no sólo podrían ser perjudiciales para nuestra forma de vida actual, sino también para la posibilidad de contar con los medios para continuar avanzando en nuestro proyecto de construir una sociedad más justa. ¿Quién es el culpable? Uno podría, por supuesto, quejarse y culpar a los demás: si fueran más inteligentes, más decentes, menos superficiales, tal vez nuestra situación no sería tan grave como lo es actualmente. A los ojos de un utopista, nosotros (o quizás todos, menos él) estamos fracasando en la forma en la que vivimos en la democracia. No estamos a la altura de la tarea, o no merecemos florecer dentro de una sociedad democrática deliberativa. O bien, podríamos pensar que quizás el giro deliberativo que hemos buscado implementar en nuestras democracias nos ha fallado a todos. Quizá la deliberación democrática nos vendió una quimera.
El giro deliberativo en la teoría democrática se ha exagerado: si bien la deliberación y la argumentación tienen un papel importante en los procedimientos de toma de decisiones, colocarlos en el centro de los procedimientos puede hacernos dar un paso en falso. Es importante tener en cuenta que no es necesario abogar por la eliminación de la discusión pública, ni siquiera por restringirla. Quizá, para optimizar las instituciones democráticas, la deliberación como un mecanismo en los procedimientos de toma de decisiones está actualmente fuera de lugar y ha sido mal entendida. Quizá hace falta que mostrar las condiciones en las cuales el ideal deliberativo hace las cosas bien y dónde se desvía. Este es un problema central que las y los politólogos actuales deben enfrentar.
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