1989: Un mocoso con el nombre de Michael me lleva a las maquinitas de la farmacia que están más lejos. Las palancas todavía aguantan, los botones no están jodidos. Tenía un flequillo muy interesante y los dos dientes frontales inusualmente grandes, tal vez adultos; señales de una niñez cualquiera. Michael escoge a Guile, me enseña a jugar como una tortuga, la sabiduría y cobardía del caparazón, una técnica tan válida como cualquier otra. Me enseña algunos combos con los puños débiles y las patadas medias, me muestra, con Zangief, la distancia necesaria para que entre la patada fuerte inversa. Pasamos toda una tarde tratando de que me enseñara a hacer las esposas, también conocida como la estatua, pero no tengo la capacidad para medir ese movimiento. Me falta sutileza, horas de práctica, o que la abuela me dé más monedas y no somos, precisamente, millonarios. El señor de la farmacia, interesado porque no hay nada mejor que hacer, nos acompaña en las enseñanzas de dos chamacos clavados en el street fighter. Sale del resguardo de su cabina, las llaves en mano, para reiniciar la máquina. Michael, aprovechando el ocio del señor, le pregunta si no puede ponernos créditos infinitos y él le responde con una cara. Go home and be a family man.
2019: El búho verde de Duolingo dice que es hora de mi siguiente clase: notificaciones, correos, falta que venga a mi ventana para entregarme la invitación a Hogwarts. En mi trabajo no es difícil toparse con algunos documentos en francés o alemán, entonces caí en la trampa de jueguificar el aprendizaje, dosificarlo en tiempos breves y convertirlo en tablas de progresión y experiencia. Quiero fisgar lo que dicen los ingenieros en otros idiomas, saber cosas. Preparo planes, espero en uno o dos años leer novelas en ambos idiomas pero debo empezar en algún lugar. Ich bin gut. Le chat est noir. Ein Mann esse Brot. En juegos, muchas veces, conviene ser aventurero. Adelantas clases para interrumpir la fiaca cerebral y hackear el aprendizaje. Bienvenidos a mi ted talk. Recuerdo los pasillos de un Aurrerá, ¿o era Tiendas Blanco? Mi tía guapa habla conmigo en alemán mientras buscamos leche y sabe si cualquier otra cosa. Recuerdo algunas estructuras, algunas oraciones, algunos sujetos. También ella aprendía francés y alemán, cuando era joven, más joven de lo que soy ahora. Las memorias más queridas, quizás, son aquellas que combinan las rutinas insoportables con la novedad del aprendizaje. Un búho verde, quién diría.
1999: Tengo un ejemplar de la revista 1984 entre mis manos. Décadas en el futuro, gracias al internet, me enteraré lo rara y prohibida que fue durante su tiraje; en su momento debí apreciarla simplemente porque es uno de esos objetos que nunca volverán a ser materializados pero la mayoría de esas revistas se deshicieron con las mudanzas, las lluvias, los ratones hambrientos y eventuales. En 1999, sin embargo, solamente puedo intuir e imaginar el valor que le dan otros, conozco perfectamente el valor que tiene para mí; trato de ignorar los impulsos erotómanos del muchacho para darle un contexto a un gusto tan básico. Cuánto nos hemos desvivido, desde entonces, para intelectualizar el deseo y justificarlo. Repaso sus páginas de periódico para mirar los trazos de una mujer desnuda. Es una mujer guerrera que ha cortado la cabeza de centenares monstruos que han intentado matarla, comerla, violarla o todas a la vez. Es She-Ra pero sin restricciones, sin una moral de domingo que le impida guardarse sangre y comentarios. Ghita de Alizarr, escrita por Frank Thorne, se está haciendo vieja en el corazón de algunos calvos.
1979: Según mi carta astral fui un muchacho muy deseado. Muy deseado por mi madre, y también por el universo. A nadie le gustaría saberse indeseable por Neil deGrasse Tyson o por alguna supermente en la galaxia enana Can Mayor. Qué otra cosa van a decir. Ningún extraño querrá ver tu carta astral y decirte: “creo, mi amigo, que no fuiste muy deseado por tus padres pero ya estás aquí y saquémosle provecho a eso”. Pero también eso dicen los padres amables, sangre de tu sangre, ni ellos pueden ser completamente sinceros, todo lo que se guardan para decirnos que no somos un accidente o, peor aún, no fuimos realmente deseados. “Esperaré a que mi muchachote crezca para darle la noticia”. Cuántos no han escuchado a los abuelos decirle al padre que están ahí porque no existían los anticonceptivos y ves, pues, a la mitad de tus genes tragarse una píldora que más tarde también pasará a tu estómago, ciempiés humano metafísico. Surges del vientre e inicia la construcción del propósito: si mis padres no me quisieron aquí, si dudaron de mi presencia, si tuvieron que aprender a quererme o convirtieron de la querencia en algo espontáneo; si me dan sanas recomendaciones como que planee a mis hijos, que pueble a la tierra con ellos o que no los tenga; ¿cuál es la verdad? Lo bueno es que yo nací en 1981. La muchacha que me engendró, en 1979, estaba en una playa mirando al sol, quizás tomando la mano de mi padre, quizás pensando en que la felicidad es esa, precisamente esa última puesta de sol.