Sabemos que el clima está cambiando. Sabemos que las actividades humanas se relacionan con ello. Sabemos que estamos acabando con los bosques, contaminando los mares, exterminando a los animales. Y sabemos que a niños felices, respetados, queridos, cuidados y preparados les irá mejor como adultos que a niños infelices, maltratados, descuidados e ignorantes. Incluso sabemos que habría que plantar más árboles, salvaguardar la vida silvestre, cambiar nuestros hábitos de consumo y generar espacios de seguridad, protección, educación y sí, felicidad, para los niños.
Si prestamos atención a los discursos políticos obligados, encontraremos que los problemas están claros. Es casi imposible ya enarbolar una agenda política seria que no incluya, por ejemplo, promesas de que se combatirá la deforestación, de que se plantarán árboles o, por lo menos, de que se considerará como importantes a los árboles. Sin embargo, una vez que los expositores de discursos hacen la transición a realizadores, las acciones que respaldarían a las palabras parecen brillar por su ausencia. Simple y sencillamente no se plantan nuevos árboles, se derrumban los existentes o se llega a la insólita conclusión de que lo que hay que plantar son palmeras.
Lo mismo ocurre con el transporte público —no se mantienen los precios, ni mejora el servicio, ni se profesionaliza nada—; con la reducción de la contaminación —no se elimina el uso de plásticos, ni se prohíbe el unicel, ni se recicla apropiadamente—; con la protección a los animales —¿recuerdan la férrea oposición a la pista Nascar debido al peligro que representaba para la rana de madriguera?, ¿recuerdan siquiera una mención a la rana cuando lo que se instalaron fueron decenas de fábricas justo al ladito de la pista?—; y con la educación —reformas y contrarreformas aparecen y desaparecen, y el espacio seguro, feliz, pleno de fomento al conocimiento sigue siendo un proyecto, defendido a capa y espada por unas pocas maestras casi heroicas que creen en cada niña y niño que conocen y no en el abstracto México que los señores de corbata inventan al inicio de cada sexenio—.
Algo muy triste pasa en el camino entre el plato y la boca. Sé que las explicaciones que tientan son corrupción o ineptitud, incluso mera ruindad. Sospecho que se trata de la brecha entre el saber y el creer. Sabemos pero no creemos. Mejor dicho, no “nos la creemos”. No creemos en nosotros como verdaderos agentes de cambio. Mis ejemplos son muy simples y los uso una y otra vez, porque tristemente siguen funcionando.
En Aguascalientes se instrumentó hace unas décadas el sistema “uno y uno” —o “ceda el paso”— para una buena cantidad de cruces de calles. Éramos la ciudad del “ceda”. Sabíamos que funcionaba, pero no nos la creímos. Dejamos en el olvido la idea y la consecuencia es que todavía existen miles de cruces en fraccionamientos de la ciudad que serían muy eficientes si tan solo se cambiaran los letreros de “alto” por los de “alto, ceda el paso a un vehículo”. También fuimos pioneros en la utilización de contenedores para la basura —todavía hay ciudades importantes en nuestro país en las que la basura la recoge un camión que no se detiene, que toca una campana como desquiciado y que es perseguido por gente en pantuflas o chanclas, con bolsas en las manos—. Y ahí nos quedamos, no creímos que seríamos capaces de avanzar más y convencernos de separar la basura, utilizar contenedores específicos, etc. —eso está bien para los europeos, que son… europeos—. Incluso fuimos un pueblo bicicletero; mi abuelo contaba que la primera vez que vino a Aguascalientes —hace más de 50 años— veía desde la ventana del hotel cómo salían por la mañana los policías en sus bicicletas a recorrer las calles. Sabemos que somos una ciudad ideal para el fomento de la bicicleta, y también que una de las maneras de conseguirlo es construyendo ciclovías funcionales. Pero no terminamos de creerlo, no nos atrevemos a creerlo, y por eso, en lugar de arriesgarnos a ser Ámsterdam o Copenhague, nos conformamos con ser otra ciudad llena de coches, amable con los embotellamientos, moderna a la antigua.
La escuela pública es un logro monumental. Es el espacio del Estado en que se brinda a los niños la oportunidad de alcanzar un nivel de vida mejor. Durante unas horas al día, niñas y niños provenientes de familias excelentes o terribles, amorosas o violentas, lectoras o analfabetas, estarán en un lugar dedicado a ellos, pensado sólo para ellos porque, y esto es lo mejor, para el país, para nosotros, para todos, ellos son importantes. Lo supimos, lo sabemos y desafortunadamente seguimos sin creérnosla. Ya logramos lo más difícil, hay escuelas por todos lados, la mayoría de los niños acuden a ellas. No obstante, seis o nueve años después de haber ingresado a la escuela, muchos niños y niñas no sólo no saben contar, ni leer bien, ni escribir, tampoco se saben valiosos, inteligentes, queridos, importantes. Y debería avergonzarnos la certeza de que esos niños pudieron haber sido cuidados —qué mejor lugar para las campañas de vacunación, revisiones médicas, etc.—; protegidos —dónde si no en la escuela, habría manera de detectar la violencia y buscar erradicarla—; valorados —nadie como una maestra, cuando los padres no lo hacen, para hacer sentir a una niña o a un niño que sí vale, que es importante, que es inteligente— y, por supuesto, educados. Sólo que no nos la creímos. No creemos que podemos ser Corea, Finlandia o Japón.
La distancia entre el plato y la boca no es insalvable. Sí hay quienes plantan árboles, sí existen los que dan paso en la calle sin importar las señales, sí hay promotores de otras maneras de transportarse, sí contamos con maestras y maestros enamorados de su labor que evaden los obstáculos y que hacen mejor la vida de sus alumnos. Para que no se nos caiga la sopa basta sumar al saber el creérsela.
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