En 2013 obtuve por primera vez mi licencia de manejo. Como aún vivía en la Ciudad de México, acudí al módulo de Miguel Ángel de Quevedo, que fue reubicado en 2017 a raíz del terremoto. En ese entonces mi única preocupación era no hacer una larga antesala. Durante muchos años, realizar un trámite o pedir un servicio en una oficina de gobierno implicaba perder la mañana o la tarde completa. Debido a la sobrepoblación de usuarios y al tortuguismo de la burocracia, había que formarse desde las cinco o seis de la madrugada para ser atendido por un médico del ISSEMyM o por un asesor del SAT. Había gente precavida, que portaba consigo una silla plegable donde se apoltronaba, para la envidia de todos los que sentíamos los pies a punto de reventar. Otros, muy astutos, cobraban por solicitar un turno (con frecuencia, una simple tarjetita de cartón numerada) y hacían la fila hasta la hora de la cita, mientras el verdadero usuario llegaba a las carreras. [1]
Sin embargo, para 2013 ya había cambiado la naturaleza de la burocracia. Gracias a los avances tecnológicos, se redujeron las horas muertas en las dependencias gubernamentales, donde nuestro tiempo se consumía de forma lenta y miserable si habíamos olvidado cargar bajo el brazo un libro, periódico o cualquier otro material de entretenimiento (tampoco nos pongamos exquisitos). Ahora, cuando ya es posible llenar formularios y pagar cuotas desde una computadora o celular, los trámites in situ se han acelerado. Sacar la licencia de conducir es aún más rápido y sencillo en la CDMX, pues no se aplica un examen. Basta con entregar la documentación requerida y mirar fijamente a la cámara, sin parpadear, a la hora de tomarse la foto: clic, clic. Los mexicanos tenemos fama de incrédulos; más bien practicamos la desconfianza selectiva. Yo había tomado un curso de tres semanas en una escuela de manejo, donde no aprendí bases teóricas. Pero nadie me interrogó sobre mis conocimientos. No había tiempo ni personal suficiente para reparar en esas minucias. A la media hora salí bien quitada de la pena, con una licencia tipo A de color verde, que por casualidad combinaba con mi vestido de aquel día: mission accomplished.
Este voto de confianza por parte de nuestras autoridades sorprende a los extranjeros. A diferencia de Francia, aquí “sólo tienes que ir a la dependencia pertinente y declararte apto para manejar”, afirma con asombro Séverine, una youtuber parisina que radica en la CDMX. Tramitar una licencia en Estados Unidos tampoco es un enchílame otra, mucho menos para los menores de edad. Según mi tía Claudia Lira, que vive en California, allá los chavos primero deben tomar un curso teórico en una escuela de manejo y les expiden una constancia de acreditación. Luego acuden al Departamento de Vehículos Motorizados (DMV, por sus siglas en inglés) y se someten a un examen de 70 preguntas. Si responden correctamente 80% de los reactivos, entonces regresan a la escuela de manejo para comenzar, ahora sí, con las clases prácticas. Cuando terminan, tienen que presentarse de nuevo en el DMV, con un auto particular en buen estado y realizar una prueba llamada Behind the Wheel [Detrás de la rueda]. Bajo las órdenes de un instructor, conducen por un tramo de la ciudad. Quienes no cometen ninguna infracción y demuestran conocer el funcionamiento del vehículo, obtienen una licencia renovable cada cinco años, siempre y cuando mantengan limpio su récord.
La escuela de la vida
Aunque este proceso pueda parecernos too much, Claudia asegura que previene con eficacia los accidentes viales. “Cuando tu abuelo viene de visita, se queda admirado por la cortesía de los automovilistas, en especial hacia los peatones, a quienes siempre ceden el paso”, me contó por teléfono. Aquí nosotros tenemos la lógica inversa: nos echamos al ruedo y dejamos para después el choro mareador. Hojear (ya no digamos leer) el reglamento de tránsito nunca cruza por nuestra mente. Es más, ni nos enteramos de su existencia hasta que metemos la pata y el policía de tránsito nos recita, como en el catecismo, qué pecado hemos cometido. Nuestro desdén por el saber libresco tiene diferentes orígenes. Los graves defectos de la educación pública, el desempleo generalizado y el bajo salario de muchos profesionistas refuerzan ese prejuicio. “Yo por eso estudié en la escuela de la vida”, se jactan muchos para diferenciarse de los loosers de toga y birrete. La ley del menor esfuerzo también desempeña un papel crucial. Nada nos seduce tanto como el anhelo de llegar muy lejos, conservando nuestros hábitos parasitarios. Pero la escuela de la vida, por sí sola, fracasa de manera estrepitosa en muchos sentidos. Incluso en los de índole práctica demuestra ser una escuela “patito”.
Para renovar mi licencia, la semana pasada fui a la Secretaría de Movilidad y Transporte de Morelos, en Cuernavaca, donde vivo en la actualidad. Aquí el trámite es idéntico, salvo por un aspecto: la primera vez, los usuarios deben aprobar un examen teórico. Cuando llegué a este punto del proceso, ya había pagado la cuota por cinco años y era imposible dar marcha atrás. Pero comenzaba a engentarme y quería irme a toda velocidad. Traté de tomar un atajo: “Yo ya tengo licencia. Sólo vengo a renovarla”, expliqué. “A ver”, contestó con escepticismo una sexagenaria detrás del mostrador. Triunfante, le mostré mi antigua licencia, un tanto raída por la fricción de la cartera. Me pidió que tomara asiento un minuto. Aproveché para sacar la polvera y retocar mi maquillaje, pues no quería lucir en la foto el charolazo del clima tropical. “Pase a presentar su examen”, me indicó de pronto, apuntando hacia la sala de cómputo. En esa oficina la licencia de la CDMX era de chocolate y no estaba tratando con Sara García, la ancianita indulgente y tierna de Cuando los hijos se van.
Un mexicano más
“Puras ganas de joder”, dije para mis adentros. Yo, que siempre había hecho una apología de las instituciones de primer mundo, me sometí a regañadientes los procesos de transparencia. ¿Estaría sufriendo una involución semejante a la de Antonio Mendoza, el protagonista de Un mexicano más, un chavo subversivo que luego pasa a engrosar las filas del conformismo? Más bien sabía que soy capaz de manejar en todo tipo de rutas y circunstancias, como buena control-freak. Incluso en la México-Cuernavaca, una carretera de alto riesgo donde muchas personas han fallecido, tomo el volante con seguridad y destreza. En cinco años, nunca he atropellado a nadie ni causado un accidente vial (toco madera). Pero ahí estaba yo, frente a una computadora de escritorio, obligada a contestar un examen de opción múltiple bajo el escrutinio de una supervisora. De veinte preguntas, debía responder correctamente un mínimo de quince.
“Pan comido”, pensé cuando acumulé mis primeros aciertos, según el contador de la pantalla. Sin embargo, el examen pronto se complicó. Respiré profundo. Ya no bastaba con echar mano al sentido común y ahora requería de datos concretos. “¿A cuántos días de salario mínimo se hace acreedor por circular sobre la banqueta? A) 10 B) 20 C) 30”. Desconocía la respuesta, pues nunca cometí semejante burrada, mucho menos con el antecedente de los atentados automovilísticos en Europa. “Han de ser 30 –pensé–, el monto más alto”. ¡Ups! Aunque usted no lo crea, el infractor sólo debe pagar diez salarios mínimos. El apartado sobre las señales de tránsito tampoco fue sencillo. Entre las evidentes, había otras que no recordaba haber visto jamás. Fuera de contexto, era como examinar un símbolo de hiragana sin nociones básicas del japonés: conjeturaba, pero no infería su significado exacto.
En la pregunta 19, a un paso de terminar, cometí el quinto error y el programa se cerró automáticamente. “Ya la reprobaron. Vuelva mañana e inténtelo otra vez”, sentenció la supervisora. Al llegar a casa, descargué de internet el Reglamento de Tránsito y Vialidad para el Municipio de Cuernavaca. ¡Caramba! 70 páginas a reglón cerrado, atestadas de números romanos, incisos y tablas, sin una sola ilustración. ¡Como si no tuviera nada que hacer! Consulté las señales de tránsito con sus respectivas explicaciones en varias páginas de internet, pues hasta las dizque guías completas incluían nada más un resumen. En el transcurso de una hora, leí la información recabada a vuelo de pájaro, sin memorizar detalles. Al día siguiente, troné por segunda vez en la pregunta 14, pues aumentó el nivel de dificultad. “Ya me reprobaron. Vuelvo mañana”, dije por iniciativa propia, ante la mirada compasiva de la supervisora. En las escalinatas del edificio, me topé a un grupo de “coyotes”. Uno de ellos me extendió su tarjeta “por si necesitaba una ayudadita”, pero la rechacé de modo cordial. Porque mi orgullo de nerd estaba herido, me propuse pasar mi examen con todas las de la ley.
Leer una ciudad
Sin embargo, no regresé al otro día. Comprendí que si continuaba haciendo la tarea sobre las rodillas, me pondrían orejas de burro por default. Era absurdo “seguir actuando igual y esperar resultados diferentes”, como dijo Einstein. Me presentaría de nuevo cuando estuviera preparada y no sólo para probar si corría con suerte. Al margen del examen, cuando invertí más tiempo en esta materia, se operó un milagro asociado con los hábitos de estudio. Literalmente, comencé a percibir todas las señales en sus diferentes formas, colores y sonidos. Siempre habían estado ahí afuera, pero sólo decodificaba unas cuantas por falta de conocimientos. Al no entender su utilidad, mi conciencia las pasaba por alto.
Ustedes, lectores, podrían objetar que un conductor atento logra aprender lo mismo por medio de la experiencia. Pero la escuela de la vida representa el camino más largo, sinuoso y equívoco. No sólo en este ámbito, sino en muchos otros de carácter práctico. “Aprenderán más japonés en seis meses de estudio intensivo, que en veinte años viendo ánime”, aclara Euodias, una millennial coreana, en su canal de YouTube. Conocer el reglamento de tránsito y el significado de las señales salva vidas, pero también nos da armas para ampararnos contra la corrupción de las autoridades: aprovechándose de la ignorancia, una ignorancia que fomentan en muchas regiones del país, inventan infracciones o exageran su gravedad para recaudar la dichosa cuota de mordidas. [2]
“Se ha comparado muchas veces a las ciudades con el lenguaje: se puede leer una ciudad, como se lee un libro”, nos recuerda Valeria Luiselli en Papeles falsos. Así como existen analfabetos funcionales, también hay analfabetos sobre ruedas: pueden operar un vehículo, pero es bastante limitada su capacidad de interpretar símbolos, de leer las calles y vialidades. Aunque manejan en el sentido estricto de la palabra, en realidad van perdidos al volante, ciegos y sordos ante el concierto urbano.
El pasado 15 de febrero, ElBigData publicó una nota bajo el título “Policías en Iztapalapa y Tláhuac ‘fabrican’ delitos para pagar cuotas a jueces y mandos cívicos”.
[1] Alain Musset, un geógrafo francés, analiza ese tipo de prácticas lucrativas en su artículo “Territorios de la espera”.
[2] El pasado 15 de febrero, ElBigData publicó una nota bajo el título “Policías en Iztapalapa y Tláhuac ‘fabrican’ delitos para pagar cuotas a jueces y mandos cívicos”.