No puede perder la flor que le dan: cada que escucho Caballo viejo, además de sentir una nostalgia inexplicable como si los buenos tiempos estuvieran inundados de esos acordes, pienso en el corazón desinflado de los viejos lesbianos. ¿Es el destino del hombre imaginar su potencia procreadora como la de un caballo? ¿No han visto BoJack Horseman? ¿Es el amor, la bestia de las múltiples caras, la última oportunidad para sentirse vivo antes de ceder a la ruina del cuerpo? Me gusta ir a bodas. Ningún señor alegre se resiste a sacar a bailar a una joven potranca, siempre que no olvide tomar un par de aspirinas.
Sorpresas te da la vida: uno pensaría que un ente peligroso como Pedro Navaja estaría preparado para cualquier eventualidad. La decisión de andar por el mundo con un arma, según creo yo, exige un poco de imaginación para ser capaz de arrostrar a lo innombrable. Mea culpa. Me gusta tener fe. Supongo que por ello algunos gurús de autoayuda y ted talkers exigen a su público que antes de sumergirse en el mundo de las posibilidades, es necesario hacer el ejercicio de imaginación.
Yo no encuentro la salida: soy un muchacho, una mocosa se acerca a mí y me dice: yo te enseño a bailar. Lo intentamos una, dos veces, y luego ella se echa a reír. Me deja con mis dos pies izquierdos y desde entonces prefiero mirar. Culera, quizás, pero lo recuerdo como una expresión de amor. Me pregunto si ellos escuchaban la canción como yo, si ellos bailaban a pesar de que estábamos desesperados, amarrados inexorablemente a nuestras calles, y nuestros padres, y las trampas y pasillos que el sistema generaba para nosotros. Jóvenes simulacros de felicidad que luego extrañaremos como los paraísos perdidos. Me pregunto, también como una expresión de extraño y retorcido amor, si habrán recorrido los caminos de la vida como ellos querían o como algún dios cruel e invisible los dispuso.
El espejo no miente: mi abuela acaba de morir y Marco Antonio Solís se pone a cantar la canción de Marcela en todos los radios, todos los televisores y todas las ytumamátambienes. Cómo piensan que me pongo cada vez que escucho esta madre.
Fui el segundo en tu vida pero el primero en amarte: hay canciones que uno escucha porque se aprende a gozar de la vergüenza y sus modos de cimbrar el cuerpo. Es como si un espíritu ajeno pero irresistible te empujara a bailar. “Yo soy tu maestro”, me paso la mano por la cara, no evito la sonrisa y después, como un ejercicio de desconstrucción, examino las aristas tóxicas de mi masculinidad. He tenido demasiadas oportunidades para dejarme ir por el ritmo primigenio de este reguetón y no solo eso, creérmelo. Quizás la hombría se reduce en comprarle un colchón al amor de tu vida. No se diga más.
Ella para las horas de cada reloj: como godín aburrido, quiero decirle una cosa, compa, no estoy de acuerdo y con todo respeto, vamos a debatir porque yo en vez de una pregunta tengo un comentario. El amor no se trata de detener las horas del reloj, oígame, porque cómo se van a mover las cosas si uno acepta la quietud, suspenderse como muñequito bello y estéril. Nombre. Si me voy a enamorar, que sea por alguien que me cante las horas, los minutos y los segundos, y me diga: “órale pues, muévase, que nos están robando el puto tiempo, se nos va entre los dedos como el agua potable y las pinchis placas congeladas del norte y del sur”. Y que me truene los dedos, cómo no.
Me fumo un cigarrillo y otro más: si algo extraño del cigarrillo, son las pausas para contemplar por la ventana (cuántas cosas no escribí así, muy escritor yo) y buscar la verdad de algún pensamiento fortuito, busco sus raíces a través del humo y de la respiración. De vez en cuando, además de persignarme porque eso me lo contagió mi abuela, pretendo que enciendo un cigarrillo, y que fumo, y que doy unas largas caladas que llenan mi pecho de jóvenes impulsos y arrepentimientos. El corazón solitario, el corazón impuro. Ejercicio de imaginación para construir un laberinto en el humo. Alguien fuma cerca de mí. Huele a dulces. Así encuentro los límites de mi memoria.