Una sensación se ha instalado en el ambiente al respecto de las redes sociales; parece que se hubieran convertido en el refugio de nuestra más pedestre banalidad y en el medio ideal para comunicar nuestros profundos odios, enojos, desagrados y biliosas opiniones.
Al principio resultaba fácil responder a lo que otros publicaban, sólo había que elegir entre dar clic en la manita arriba o no hacer nada. El conteo de manitas era el conteo de respuestas de agrado. Comentarios, fotografías, opiniones podían ganarse nuestra aceptación o sufrir nuestra fría indiferencia. Esto hasta que algunas notas nos resultaron tan incorrectas, contrastaron tanto con nuestras creencias o buen gusto, que exigimos la presencia de la manita abajo o algún otro símbolo que nos sirviera para manifestar desagrado.
En algunas redes sociales hubo una explosión de posibles respuestas automáticas. Al agrado se sumaron amor, risa, sorpresa, tristeza y, por supuesto, enojo. La mayoría se mantuvo con el sistema binario: “gusto” o desdén.
Eso sí, en todas las redes hay espacio para la respuesta meditada; podemos escribir. Si nuestra reacción no cabe en un corazoncito, una manita azul o una cara roja que se mueve de derecha a izquierda, contamos con la página en blanco. ¿Por qué reducir nuestras ideas a meros íconos cuando podemos elaborar, precisar, agudizar? Las redes sociales son el ágora moderna en que podemos poner a consideración creencias, sueños, ideales, conceptos, argumentos; hacer precisiones, extender invitaciones, compartir puntos de vista. Idealmente.
En realidad ocurre un fenómeno por demás desagradable. Al navegar por las redes sociales no es difícil encontrar alud tras alud de insultos, pleitos, dichos racistas y sexistas, burlas hirientes. Más que con ideas, nos topamos con chistes fosilizados, retransmitidos miles de ocasiones.
Aparece una nota sobre una mujer que fue violada por un bailarín exótico y una turba de mujeres y hombres concuerdan -sin ortografía y con la elocuencia de Tarzán- en que ella lo merecía por andar yendo a esos lugares. En un video, dos mujeres se trenzan en una batalla a mano limpia, y la conclusión de la muchedumbre -que no sabe más que lo que se ve en las imágenes- es que son zorras, o que una de ellas lo es, o que la que perdió se lo ganó. Nos enteramos de la cartelera de teatro para un festival o de la presentación de un libro, y en seguida -sin evidencia, claro- nos enteramos también de quién se acostó con quién para haber sido invitado, quién es amigo de quién y hasta de quiénes son mejores que los que vendrán.
El ruido lo invade todo. Los “comentarios” han sido secuestrados por quienes se oponen, detestan o están en desacuerdo. Sin embargo, en silencio, discretos, los “laics” parecen seguir ganando. No es extraño que una publicación de una opinión personal que cuente con veinte o treinta comentarios agresivos o descalificadores haya recibido el doble o el tripe de manitas arriba. Lo comento porque últimamente me ha dado por hacer la comparación: un conocido emite su opinión sobre algún asunto y las reacciones recorren caminos muy distintos. Por un lado, corazones y manitas, por el otro los comentarios, que son, con contadas excepciones, negativos, groseros o burlescos. El mero conteo me revela, casi siempre, que hay muchas más personas que aprueban el contenido que personas que lo reprueban. El problema es que la coincidencia o la acogida no parecen estar en boga, lo de hoy es el conflicto. Parecemos más inteligentes si nos oponemos, si señalamos o si nos burlamos. Concordar es manifestación de tibieza, de acatamiento. Y esto nos impide ver que, en realidad, sin aspavientos, somos más los que queremos estar de acuerdo que los que se definen por su capacidad de decir que no.
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