Los monstruos del mundo de la ficción encuentran sus raíces directa o indirectamente en los monstruos de nuestro mundo. Bram Stoker nutrió al personaje Drácula con las anécdotas y mitos en torno al verdadero Vlad Tepes. Robert Louis Stevenson conoció la historia de William Brodie -fabricante de armarios de día y ladrón de noche- y transfirió su dicotómica personalidad al doctor Jekyll -de donde ha sido heredada innumerables ocasiones a otros divididos villanos, como Dos Caras o el barón Ashler-. Tanto Norman Bates como Leatherface son exploraciones imaginativas en torno al Carnicero de Plainfield, Ed Gein. Media docena de películas han encontrado inspiración en Charles Manson y los miembros de su comuna. Etcétera.
A mediados de la década de 1980, Michael Jackson era el cantante más famoso del mundo. Niños de todo el planeta imitaban sus pasos, vestían chamarras rojas o negras con hombreras y guantes blancos decorados con piedras brillantes. Yo era uno de ellos. Me sabía al pie de la letra todas las canciones de Thriller, sabía hacer el moonwalk y sí, bailé en un festival de la escuela, disfrazado con pantalones lustrosos de brincacharco, cabello enchinado y hasta la cara pintada con ceniza.
Hace unas semanas, un nuevo monstruo de ficción ha surgido en las redes sociales. El ayuwoki aparece a las tres de la madrugada y aterroriza a su víctima con su característico grito hee-hee. La historia es bastante mala y poco original. El horario de su aparición es un cliché desgastado y nunca queda claro qué es lo que en realidad hace el espantajo ese. La historia de su creación es ligeramente más interesante; alguien colocó una máscara de Michael Jackson en un animatrónico dotándolo con ello de un aspecto bastante desagradable, alguien más difundió el video del monstruo y le agregó la advertencia de que se le había aparecido. Muchos otros han creado memes, videos, historias y canciones sobre el ayuwoki. Por cierto, el nombre es una hispanización burda de la frase “Are you ok?” de la canción “Smooth Criminal”.
La historia de la persona que inspiró el monstruo es mucho más espeluznante. Michael Jackson fue un niño explotado por su padre, formó parte de una agrupación musical junto a sus hermanos y de adulto hizo una carrera como cantante solista muy exitosa. Y utilizó parte de su riqueza para construir una mansión-parque de diversiones al que invitó a vivir a decenas de niños.
Leaving Neverland, de Dan Reed, es un documental que cuenta la historia de dos de esos niños, quienes años después, adultos y padres de familia ya, decidieron contar lo que les había pasado. Admiradores fervientes de Jackson, Wade Robson y Jimmy Safechuck, lograron conocer a su héroe, actuaron para él, participaron en comerciales a su lado y acabaron viviendo en su casa, durmiendo en su cama y siendo abusados sexualmente por él. Al parecer, no se trata de casos aislados, Jackson fue acusado en varias ocasiones de conductas reprobables y salió avante gracias a arreglos multimillonarios. Los hechos que Robson y Safechuck cuentan son verdaderas atrocidades cuyos detalles me reservo.
Wade y Jimmy fueron víctimas de un monstruo y de un sistema monstruoso. El mundo del espectáculo hizo caso omiso de las miles de señales que la conducta de Jackson emitía, sus familias optaron por sacrificar su objetividad a cambio de grandes cantidades de dinero y los fanáticos hicieron de su afición catecismo al decidir simple y sencillamente no creerle a las víctimas.
Sé que habrá quien sepa distinguir sin culpas entre la obra artística y la persona que la creó. Yo no puedo negar que difícilmente volveré a escuchar una canción de Michael Jackson, y si lo hago, sé que no lo haré de la misma manera -incluso el recuerdo de aquel festival en que bailé entusiasmado “Billy Jean” ha sido enturbiado de alguna manera-. Ni siquiera me opongo a una disolución de su legado por medio del retiro de su música de las estaciones de radio.
Comprendo, sin alinearme jamás, a quienes resistirán todavía, negarán todavía y se aferrarán todavía a una versión edulcorada del monstruo que lo revela sólo en su papel de víctima y hace de su brutalidad extravagancia. Y los comprendo, porque conozco a personas buenas, piadosas, cariñosas, alegres, amables y sinceras que frente a la apabullante evidencia de la existencia de otros monstruos -de una institución de monstruos, de una máquina de monstruos-, ahora mismo dudan y se obstinan a pesar de la nula posibilidad de que sus esperanzas sean verdad, porque una vez que acepten los hechos con ello aceptarán que la razón de sus vidas era una mentira espeluznante.
Michael Jackson era un monstruo; los sacerdotes que sistemáticamente han violado y han abusado de niñas y niños son monstruos. Ninguna explicación de su conducta los justifica. No hay manera de atenuar su barbarie. No merecen perdón.
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