El terror es fálico y agresivo: es el Uno, el Jefe,
el Dios padre justiciero o vengativo, siempre implacable
Octavio Paz
A veces me pregunto si es normal tener tanto miedo. El miedo a la muerte o a lo desconocido. El miedo al dolor. Detenerse ante una situación de riesgo, por ejemplo, al reconocer la fuerza de gravedad justo antes de saltar en paracaídas u oler el peligro al danzar bajo una lluvia de gasolina. La ciencia asegura que para eso está la amígdala cerebral humana. Es un botón que enciende todas las alarmas en nuestro cuerpo para hacernos reaccionar, controlar el miedo para huir o defenderse. Es el origen de un ancestral instinto de supervivencia que dotó a los seres humanos de dos miedos innatos: el miedo a los ruidos fuertes y sorpresivos, y el miedo a caer; todos los demás miedos vendrán después condicionados y circunstanciales, la vida, pues, y con esos desarrollamos el sexto sentido, el sentido común o el sentido arácnido. Cálmate. Empuja. Corre.
Aunque a veces no diferenciamos los miedos reales de los ficticios.
La otra noche veíamos una película de horror. Lo que parecía un thriller sicológico derivó en una sesión demoníaca con música tenebrosa, apariciones abruptas y vómito ectoplásmico, todos esos lugares comunes que siempre me hacen girar la cabeza para no ver. No puede ser que te dé miedo, dice él mientras me cuenta lo que sucede en la pantalla, miedo es no tener una erección, dice amoroso para hacerme reír, y lo logra. A mí me da miedo hablar en público. Él parece muy seguro de sí la mayoría de las veces. No puede ser tanto tu miedo, mejor la quito, dijo, y puso un dramón sobre un matrimonio destructivo. Una verdadera película de horror. El miedo al otro. La dependencia, el control, la venganza. La violencia que apunta no a los golpes, sino a los afectos. Y cada uno de nosotros con su temor femenino y masculino a ser vulnerado en el amor.
Sin embargo, a él nunca lo he escuchado hablar de los otros temores. Decir que tiene miedo de caminar las calles, mientras que yo no dejo de voltear para comprobar que nadie me siga. ¿Es normal tener tanto miedo? Él nunca ha tenido que preguntarse dos o tres veces si la ropa que lleva es la adecuada para que no lo molesten en la calle, en el trabajo, en los bares, con la mirada lasciva, con las palabras soeces, con los frotamientos invasivos, con la agresión asesina. Viene a mi mente una escena: Cuando vio que no respondía a su galanteo, el taxista pisó el acelerador como si quisiera precipitarse a un vacío y muchos metros adelante frenó con violencia. Enfurecido, alzó la mano y gritó que me bajara en chinga en medio de la madrugada en una avenida vacía. Correr con piernas de atole. Gritar. Sentir que el miedo recorre el cuerpo como estertores de muerte. Con la vista nublada. La amígdala cerebral activada. No sé si algún día podré defenderme a golpes.
Con el miedo se suele hablar de valor o cobardía. El miedo al juicio final, al infierno, al castigo, son miedos medievales y todavía contemporáneos. De la angustia es lo de se habla en estos tiempos modernos, pero el terror es diferente. Lo que causa pavor o terror es activamente dañino y áspero, escribe Paz: “El terror es poder acumulado que de pronto se descarga y destruye todo lo que toca; el terror se manifiesta en el ataque y la reacción contra él, es la huida o, si tenemos fuerzas o ánimos, la resistencia”. Mi cuerpo reconoce un atisbo de terror al reconocer la violencia que propinan los hombres. Sus manos grandes, sus cuerpos más, su fuerza descomunal que nace con la rabia, con el machismo, con el ansia de poder, aunado todo a las circunstancias del país: la guerra contra el narco, los secuestros, las desapariciones forzadas, los enfrentamientos armados, los asesinatos cada vez más crueles contra niñas y jóvenes, una verdadera zona de combate en la que el cuerpo de las mujeres es el botín perfecto. ¿Cómo es que alguien se atreve a decir que este terror es una fobia, con todas sus definiciones, un temor irracional, una sicosis, un delirio y alucinación?
Lo que también me da verdadero pavor es que la gente siga diciendo que la violencia en contra de las mujeres es nuestra culpa, que nos enjuicien por nuestra ropa, por ejercer nuestra libertad. Qué miedo la insensibilidad, frivolidad e indolencia de un país entero ante miles de cruces rosas, qué miedo estar tan solas después de que cada 24 horas nueve mujeres son asesinadas, cortadas en cachitos, empaladas, partidas en dos, torturadas, amordazadas, vejadas, violadas en manada, explotadas sexualmente, despellejadas y quemadas vivas, todos los días, en cada momento, en carreteras y despoblados, en las casas y en las calles de México.
El miedo a los ruidos fuertes y sorpresivos, y el miedo a caer son innatos, ancestrales, nos libran del peligro. Activa la amígdala cerebral, el sexto sentido, el instinto de supervivencia. O tal vez es lo último que sintamos al caer, miedo después de escuchar cerca su voz grave y masculina, terror al sentir sus manos sobre nuestro cuerpo, terror al escuchar el ruido dentro de nuestra cabeza, partida en dos. El miedo. Uno condicionado, la vida diaria de una mujer, pues. Cálmate. Empuja. Corre. ¿Por qué estamos solas en esto?
@negramagallanes