La literatura se caracteriza por su necia persistencia en los currícula de la educación básica. Frente a los vaivenes renovadores, el cuestionamiento de la pertinencia de la Filosofía y la formación sexual, o la presencia constante, en relevo, de las artes en los programas de Primaria, Secundaria y Bachillerato, la literatura se mantienen inamovible. En ocasiones una materia completa lleva su nombre, otras veces encuentra cobijo bajo términos paraguas como “español, “lengua”, “lenguaje y comunicación”, etc.
La literatura es el objeto de lengua más puramente lingüístico. Con tal afirmación no pretendo revestirla de superioridades innecesarias o inmerecidas. Un libro de texto sobre física, la biografía de un personaje histórico, el manual de farmacología, hechos todos de palabras, buscan que quien lee adquiera conocimiento sobre lo que las palabras refieren; son construcciones de lengua de naturaleza significativa, están en lugar de las realidades que se pretenden comunicar. Así, la postulación de las leyes de Newton mediante palabras recurre a la propiedad de la lengua como transmisora, idealmente transparente, de ideas, y no a su carácter inevitablemente ambiguo. Una biografía sobre Neil Armstrong fallará considerablemente más si omite mencionar el 21 de julio de 1969 que si carece de prosa elegante o si está plagada de faltas de ortografía. El sabio cortazariano de “Sabio con agujero en la memoria” pierde su oportunidad de recibir el Premio Nobel debido a que olvidó incluir a Caracalla en su historia de Roma de veintitrés tomos y no a causa de carencias gramaticales.
Por su parte, no hay nada en la existencia de Alonso Quijano más que palabras. No existió un Quijote “real” con el cual podamos comparar a la criatura cervantina. Su aspecto, sus acciones, sus pasiones y sus convicciones no son sino adjetivos, verbos, frases y oraciones. Incluso el otro, el de Avellaneda, no está hecho de nada más que palabras sobre palabras. El personaje y su mundo -ambos personajes y ambos mundos- pueden estar inspirados o motivados por nosotros y nuestro entorno, pero su naturaleza es única y exclusivamente verbal. Desde luego, la literatura dialoga con los hechos, con la vida. También los distorsiona o los aclara, a veces los corrige o los imita. No obstante, estrictamente hablando, no significa nada.
Y, ¿entonces? ¿Qué hace que estas creaciones insignificantes -literalmente- se mantengan en los programas y que sobrevivan modelos educativos? ¿Cómo es que poemas, cuentos, novelas y textos dramáticos siguen apareciendo en las páginas de libros cuyo objetivo es eminentemente la transmisión del conocimiento? Me parece que la respuesta es simple: si no hay nada más que palabras, si quien lee literatura enfrenta, por lo menos en principio, solamente lenguaje; entonces quien lee literatura por placer, sin esperar significados, sin esperar conocimiento, está destinado a desarrollar la agudeza gramatical e incrementar su acervo léxico por el puro gusto de hacerlo. Quien logra desenmarañar un nudo gordiano hecho única e intencionalmente de palabras, se encontrará preparado, como agradable secuela, para cortar de tajo nudos de naturaleza mixta, tejidos con datos, mundo y, sólo por inevitable accidente, lengua.
La utilidad de la presencia cierta, constante y placentera de la literatura en nuestra vida cotidiana debería resultar evidente, a pesar de su esencial inutilidad, para quienes proponen e instrumentan políticas culturales. Mi exigencia, mi propuesta, de naturaleza ideal y abstracta, es que todo proyecto concreto, toda política que se pretenda iniciar o continuar acepte la necesidad constante de justificar la presencia del arte y la literatura en la agenda central de la vida nacional. Y esto incluye denunciar que la obsesión por los efectos prácticos y el uso de criterios relacionados con la productividad o la competitividad no pueden seguir siendo las bases sobre las cuales se tomen las decisiones de política cultural, así como aceptar el hecho de que en ocasiones lo evidente no siempre lo es por sí mismo y necesita ser constantemente puesto en redundante evidencia.